Los crímenes de Concha (La Habana:
1863; 1887), está dedicado precisamente a Anselmo Suárez y Romero, y empieza así: “A ti dedico este capítulo de
mi novela ¡oh mi buen amigo Anselmo!
a ti, hombre de conciencia que eres poseedor de esclavos y abolicionista”3.
Aquí su propia simplificación de esta
gran contradicción:
“En verdad no veo que qué no se
pueda ser a la vez lo uno y lo
otro…[yo] que ansío ver limpia la frente de mi patria; no me afanaría por ver
libres a tus negros ¿serían más felices
no estando a tu lado…?” (énfasis mío)4.
El reconocimiento de lo superficial del
compromiso de los autores supuestamente abolicionistas, de la extrema
‘prudencia’ con que hacen su supuesto
llamamiento sino político, social, y de
su complicidad con el mismo sistema al
amordazar a las víctimas de la esclavitud, haciéndoles incapaces de pensar u
obrar de alguna manera individual e
independientemente de los estereotipos
impuestos, se encuentra al final de la
misma dedicatoria: “En nuestras manumisiones parciales sólo hemos buscado
sincerarnos con nuestras conciencias,
y lavar una mancha sin atender a
beneficio de tercero: hemos sido héroes por casualidad… Aboga, Anselmo, aboga, por ese reglamento; pide en
él la supresión de bárbaros castigos…que no se vean casos como el de
Pancho Fufú y tanto otros (verdaderas
personas a que los dos vieron mientras
eran severamente castigadas); y como el
de mi heroina Concha, siempre desgraciada…Aboga, Anselmo, aboga…si
yo tuviera tu pluma la consagraría a ese
objeto mientras no pudiéramos pedir
otra cosa” (énfasis mío)5. ¿Y qué es esa
otra cosa? No sólo emancipación, sino
el igualamiento, una aceptación de cultura negra como cultura cubana, de negros como plenos cubanos. No podemos
obviar tampoco que algunas de estas
obras, como la más conocida, Francis
co: El Ingenio o las Delicias del Campo, por Anselmo Suárez y Romero (escrita en 1838 pero publicada en 1880,
en Nueva York), fueron escritas por
instigación de otros, como el abolicionista británico Richard R. Madden, en
este caso. Es decir, les dieron la palabra,
pero no sin limitaciones, aun propias.
La mayoría de los contertulios de Domingo del Monte, si no todos, como
muchos de los próceres de la patria,
abogaban por una Cuba blanca, católica,
castiza y libre de negros y mestizos, o
por medio de la repatriación a África o
el blanqueamiento. Su representación de
los esclavos y hasta libertos, y la forma
en que le controlaron los pensamientos
y el habla por medio del discurso indirecto revela una verdadera ansiedad en
cuanto a darles la palabra a los negros, a
ofrecerles libertad de expresión.
En la novela de Suárez y Romero, el
personaje principal, Francisco, y el
amor de su vida, Dorotea, jamás se hablan directa o libremente sobre su amor.
Sin excepción, el autor hace que se lo
cuenten a una tercera persona, y que
toda conversación directa sea con terceros, con sus amos, amigos o hasta
enemigos—y aun así, el intercambio es
bastante limitado y retraído—realmente
una conversación entre no iguales, y
casi siempre es iniciada por los que
ejercen el poder sobre su vida. Una de
las pocas veces que interactúan directamente Francisco y Dorotea sin interferencia o presencia de otro (excepto del
autor), leemos sobre sus intenciones
comunicativas en tercera persona: “Éste
[Francisco] iba dispuesto a quejarse de
su frialdad…a pedirle [a Dorotea] explicaciones…sin embargo…no tuvo
valor para preguntarle….”6. Jamás oímos una palabra directamente de la boca de Francisco. Todo es expresado por
el novelista. Por su parte, Dorotea le
proclama lo siguiente a Francisco, pero
no en plan de conversación, pues, Francisco se queda: “inmóvil…sin saber qué
38