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obstáculo insalvable. Como ejemplo posible de curso a tomar, está presente el muy semejante caso de la república de Birmania. Hasta hace muy poco, este país tenía un perfil absolutista y militarizado inamovible, tan antimoderno como el del nuestro. La represión contra la más mínima oposición a los generales y al ejército era absoluta. Los líderes populares yacían muertos o en ilegal cautiverio, y la policía política y las fuerzas armadas actuaban con brutal impunidad. Era tan determinada la violencia gubernamental que costó la vida de cientos de monjes budistas, el corazón moral de la nación, cuando salieron a las calles a protestar la brutal y prolongada situación política del país. Para colmo, este gobierno satélite de China, que subvencionaba con multimillonarias sumas su cada vez más pobre economía, estaba comenzando a sumirse en una guerra civil. Distintas etnias nacionales iniciaban acciones armadas, en desesperada resistencia a los atropellos y crímenes del ejército birmano, empeñados en una limpieza étnica que apenas se mencionó en la prensa occidental. Nada parecía indicar que hubiera una sola probabilidad de giro pacífico en 180 grados, hacia una nación que comenzara a dar pasos definidos en pos de la estabilidad y normalidad nacionales. Sin embargo, esta probabilidad fructificó y nada menos que por iniciativa de los mismos vetustos generales que llevaban la voz cantante, y hasta ese momento, tenían absoluto control del país. ¿Qué ocurrió? ¿Quizá un rapto oportuno de antigua sabiduría asiática ante una situación de aparente control interno, mas a mediano plazo descompuesta por el desmoronamiento frente a imparables fuerzas de un cambio retrasado, mas inevitable? ¿O quizá una enseñanza resumida, y bien asimilada, del reciente fin de otra dictadura muy semejante en estructura y ejercicio del poder absoluto sobre un pueblo, como fuera la Libia de Gadafi? Como fuere, el giro radical de la nación funcionó. El obtuso generalato birmano dio el paso imprevisto por analistas y expertos. Y un buen día garantizó la libertad plena de la principal líder de la oposición nacional, Aung San Suu Kyi, por años retenida en prisión domiciliaria. Además, las autoridades militares aseguraron medidas vitales para un cambio real y gradual hacia el largo camino de la estabilidad nacional, con incipiente y rudimentario Estado de Derecho. Y de seguidas, sin muchas demoras, fueron aprobadas la amnistía general para todos los presos políticos, la libertad de prensa y de asociación, el pluripartidismo y las elecciones libres. ¿Era este gesto tan sencillo de sumisión uno de repentina buena voluntad, imbuido del sorprendente principio de que las armas (los militares) cedan a la toga (los civiles)? Nada tan inocente. Los generales pidieron garantías muy concretas de no ser perseguidos ni juzgados por sus crímenes y sus fortunas mal habidas. Y ante un dilema moral de justicia por un pasado de abusos y la necesidad nacional de empezar a moverse fuera de ese asfixiante círculo de violencia por tantos decenios, las fuerzas opositoras accedieron, dispuestas a cumplir firmemente su promesa a cambio de lograr la estabilidad necesaria para poder comenzar el cambio radical del país. No fueron soberbios triunfadores como para confundir con rendición el decisivo paso inicial de tan maligno enemigo. Procedieron con prudencia y aceptaron lo que había ante ellos. Apartaron de su propósito cualquier intentona de vengativa retaliación contra los rabiosos oponentes del día anterior. También ellos tenían su `propia bomba que desarmar y debían hacerlo con mucho cuidado. Había que garantizar la paz y estabilidad necesarias en el muy sufrido país para lograr estos débiles primeros 44