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Raza, clase y género
Ni raza ni sexo:
humanidad
Verónica Vega
Escritora
La Habana, Cuba
U
n video en YouTube muestra a
una niña blanca de Brasil
llorando ante la cámara que
sostiene su madre. A la pregunta sobre
la causa de su pena, dice que quiere “ser
negra, porque así sería más linda”. Al
margen
de
los
comentarios
bienintencionados o capciosos, salta a la
vista la total inocencia con que los ojos
de un niño son capaces de percibir el
mundo. Recuerdo que mi hijo infante,
carente de la atención y el afecto de su
padre biológico, me confesó que
hubiera querido que un amigo mío fuera
su padre. Ese amigo es negro.
Siempre me dicen que no puedo
entender a cabalidad el racismo por no
ser negra ni el dolor del homosexual por
ser heterosexual. Yo respondo que soy
mujer y he padecido personalmente el
machismo. Esa experiencia me llevó a
observar que el triste fenómeno se da
gracias a mujeres que soportan y
perpetúan actitudes machistas como
pareja, así como en la educación de sus
hijos varones o dejándose usar y
exhibiéndose en categoría de producto
sexual.
Igualmente he apreciado entre muchos
homosexuales cierto extremismo, que
no indica voluntad de integrarse a la
sociedad, sino de estar siempre aparte,
en hipersensible spotlight, por el
sufrimiento del pasado y del presente,
como si no pudieran aceptar más que la
reivindicación eterna o necesitaran un
planeta solo para ellos. Esto no ayuda a
reencontrarnos en nuestra humanidad
básica, que surge ante una tragedia
común sin que ningún sexo, raza o hasta
especie constituya prerrogativa.
“Dígase hombre y ya se dicen todos los
derechos”, sentenció aquel que llaman
“el más grande de todos los cubanos”,
aunque sus criterios sobre el racismo
han sido seriamente cuestionados en
análisis actuales. Tal vez José Martí,
careciendo de la experiencia en carne
propia de ser discriminado por su raza,
simplificó en apotegma un problema
demasiado complejo, por el cual tantos
han padecido y padecen todavía. Sin
embargo, la verdad profunda, como nos
revela esa niña del video, es
simplemente aplastante.
“Quiero ser negra”, pide, y llora con
desconsuelo que nos sobrecoge, sobre
todo porque sabemos que ni siquiera su
madre, aunque intenta consolarla
asegurándole que la dejará pintarse de
negra, podrá cambiar el color de su piel
para complacerla. Y es aquí donde el
video resulta doblemente neurálgico,
porque burla un canon enraizado
durante siglos en casi la totalidad del
planeta y demuestra la frágil relatividad
de los valores establecidos a través de
una tradición plagada de prejuicios,
violencia y abusos. De una escala de
valores donde el primero será siempre el
poder económico y, por ende, político
(¿O a la inversa?).
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