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hoper afroamericano Common leyó en el
escenario la carta de otro activista, que
simultáneamente fue traducida al público.
En la misiva, el autor expresaba su
aspiración de establecer un sistema
socialista en EE. UU. En la audiencia
hubo exclamaciones de: “¡Ahora sí se
volvieron locos estos yumas!” Muchos de
esos jóvenes captaban ya desde los 80
señales de la radio y la TV
norteamericanas, asimilando música y
ritmos que inspiraban las escuelas de
break dance y florecían bajo la suspicacia
o el acoso de la policía. Aquella cultura
consumida a trozos, hasta en los spots
comerciales y las sagas de pacotilla, por
rebeldía o por memoria histórica, era el
paradigma de una gran mayoría.
El exilio latente
Así como la cifra de emigrados asciende
cada año a pesar de las reformas
económicas del gobierno de Raúl Castro
y del lento deshielo entre Cuba y EE.
UU., así asciende la desconfianza de los
cubanos hacia un futuro dentro de la Isla,
agravada por el temor de que se derogue
“El Ajuste”, en el cual cientos de miles
tienen enfocadas sus esperanzas todavía.
Las míticas 90 millas han generado
dramas y comedias. Una joven que viajó
camuflada como paquete de DHL y una
atleta hizo la trayectoria en su kayak con
su bebé amarrado a la espalda, se han
echado a la mar bañeras con motor y
otros artefactos surgidos de la fertilidad
que engendra la desesperación. El caso
del niño Elián González, uno de los
sobrevivientes al naufragio donde su
propia madre perdió la vida intentando
llegar a costas americanas, y la campaña
desatada entre La Habana y Miami, es
uno de los ejemplos más patentes del peso
que tiene la satanizada meta en la historia
de la revolución. Los adolescentes eran
sacados de sus centros escolares y
obligados a desfilar frente a la SINA,
pero aliviaban su disgusto cambiando el
reclamo de “¡Liberen a Elián!” por
“¡Elián, llévame pa´la Yuma!”. Este
sabotaje pasaba inadvertido en la
confusión del vocerío.
“Aquí lo que hay es que irse”, escucho
desde mi infancia; “El último, que apague
el Morro”. Cada generación cuenta sus
propias pérdidas y hace suya la causa
como única. Esta hemorragia ha
devastado la arquitectura de una nación
entera, ha tenido estallidos visibles en
Camarioca (1965), Mariel (1980), la
Crisis de los Balseros (1994) tras el
Maleconazo, siempre como oportuna
válvula de escape a la tensión interna. Y
ahora mismo está al desnudo con la
oleada de inmigrantes que han provocado
el conflicto en Centroamérica. Sin
embargo, los índices reales del éxodo
después de enero de 1959 son
incalculables. No solo por el número que
las aguas engulleron en el tramo fatídico,
sino porque el pensamiento de emigrar es
inherente al cubano promedio. El virus de
la negación inoculado en las generaciones
más jóvenes encarna un rotundo
escepticismo
al
sistema
y
un
deslumbramiento a ultranza por el Norte
(¿Otro daño antropológico?). Se expande
hacia atrás en su propia ascendencia,
cuyas vidas vieron consumirse entre
palabras y prórrogas; se manifiesta en las
descendencias que planean tener, una vez
fuera de la Isla, así como en el alarmante
envejecimiento poblacional y en los altos
índices de abortos. Un censor ostensible
es la actual embajada estadounidense. Las
largas colas de aspirantes a una visa de no
inmigrante por visita familiar, tan
quimérica como un juego de azar, exigen
abonar 160 CUC [ca. 182 USD] no
reembolsables por una entrevista de la
cual casi todos salen defraudados. Estas
filas apuestan por un golpe de suerte, tal
como quienes se lanzan al mar o pagan o
fingen matrimonios, se enrolan en
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