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que, al margen de las concentraciones
oficiales, han podido reunir ciudadanos
con propósitos comunes, esto es: en los
que las metas individuales han motivado
formas primarias de asociación, han sido
precisamente para abandonar el modelo
que niega tales posibilidades: la
emigración y, en menor medida, la
oposición democrática.
La “institucionalización” como
consagración de un estado anómalo
A mediados de la década del setenta el
sistema político comenzó a girar hacia lo
que llamó institucionalización. A la
Constitución de 1976 le siguieron una
serie de leyes: electoral, del sistema
judicial, de la nueva división políticoadministrativa, de procedimiento penal y
un nuevo Código Penal. En tres años el
Estado quedó absolutamente renovado
dentro de un marco jurídico que, con
modificaciones, sigue rigiendo en el
presente. Sin embargo, lo que estaba en el
centro de la ya entonces estrecha elite
política cubana no era el cambio del
modo en que el individuo venía
ejerciendo su participación política y
ejerciendo sus derechos ciudadanos, sino
más bien el relanzamiento de las
funciones institucionales, de manera que
la actividad administrativa encontrara
marcos de regulación menos laxos que
hasta el momento. Curiosamente —y es
por eso que nuestros científicos sociales,
historiadores y periodistas críticos deben
volcarse al estudio de la obra de los
líderes del gobierno cubano y los
generadores de opinión de entonces— es
Carlos Rafael Rodríguez quien confirma
la declaración anterior al señalar, a
propósito de la institucionalización, que
hasta entonces la revolución “no había
tenido otro límite de poder que sus
propias decisiones”. Frente a los
supuestos retos de la legalidad
revolucionaria acotó: “Educar a nuestro
pueblo en las concepciones de esta
legalidad revolucionaria será una tarea
menos difícil que la que nos ha exigido la
situación anterior. La ley actual
corresponde con los modos de conductas
que nuestra sociedad ha venido
asumiendo”.4 Carlos Rafael expone
lúcidame