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cubículos con un hueco en el piso, a través del cual podía observarse el excremento de varias etapas y a veces alcanzaban una altura tal que se podía divisar el movimiento de los gusanos abajo. Terrible. Las letrinas más modernas tenían un sobresaliente de hormigón, sobre los cuales podías colocar los pies, y un hueco receptor más pequeño. Este diseño nos parecía más aceptable, pues al orinar no nos mojábamos los pies. La llegada de los padres los domingos de visita era muy esperada, por la posibilidad de reunirse en familia y de que te llevaran un almuerzo y algo de comer para sobrellevar un poco el hambre los días siguientes. Mi familia podía llevar poco, pues mis padres eran obreros y su salario no daba para mucho. A los dos días siguientes a la visita, yo no contaba con más alimentos. Aunque los dirigentes decían que en Cuba no había clases sociales, a fines de los años 70 y principios de los 80 era palpable la diferencia con respecto al poder adquisitivo. Había familias que iban en sus propios automóviles y pedían permiso a la dirección del campamento para pasear a sus hijos por el pueblo, además de dejarle una maleta completa de comida. Otras llegaban al campamento en los vehículos de sus centros de trabajo (algunos eran dirigentes) y otras pagaban ómnibus estatales, asegurando la llegada al campamento y el regreso a casa. Como los campamentos solían estar ubicados a unos kilómetros de la carretera más próximo y a otros tantos kilómetros del pueblo más cercano, la tarea se hacía más difícil para los padres y familiares sin las posibilidades de los antemencionados, porque dependían del trasporte público y generalmente llegaban a la hora de almuerzo e incluso después, aunque salieran de sus casas de madrugada. Así que podían compartir una hora o dos con sus hijos, pues tenían la preocupación, derivada de la incertidumbre, de regresar a tiempo para al día siguiente ir al centro de trabajo o estudio. No obstante nos sentíamos queridos, atendidos y compensados por tenerlos cerca Los profesores y jefes de campamentos daban el “de pie” a muy tempranas horas de la madrugada. A veces no podíamos abrir los ojos, y mucho menos mover nuestros cuerpos, por el cansancio y el frío. Yo pasé cuatro de las seis etapas de Escuela al Campo en campamentos de la provincia más occidental, Pinar del Río, en los meses invernales de enero y febrero. Se preguntarán de qué va todo esto. Pues de que así ofrezco la oportunidad de conocer un poquito la entrega de los jóvenes cubanos de mí generación para edificar Un Futuro Mejor. Nuestra historia no queda aquí. Hay mucha tela por donde cortar y podríamos ESCRIBIR UN LIBRO, pero ahora vamos a continuar con las etapas de las Escuela al Campo. Trabajábamos en las labores agrícolas, con la exigencia de cumplir normas de trabajo que, en muchos casos, eran superiores a las normas establecidas para los trabajadores habituales, que por sus labores agrícolas recibían un salario. Se llevaba un control estricto del cumplimiento de la norma individual, por brigada y a nivel de campamentos, en medio de un proceso de emulación promovido por la escuela, que imponía y exigía un esfuerzo permanente. A menudo se recurría a soluciones extremas, como llevarnos el almuerzo al lugar de trabajo para emplear el tiempo mínimo en llevarte el bocado de comida a la boca y volver a las labores, porque la norma había que cumplirla. Esto no quedaba aquí. Otra solución consistía en trabajar hasta avanzadas horas de la tarde y regresar en carretas; camión y muchas veces a pie, para llegar al campamento de noche. No faltaron las salidas muy tempranas, inmediatamente después de desayunar, o algún que otro 57