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quedar parejo, fuerte, como una única y viva voz. Estos lemas viajaron con nosotros en las etapas de Escuela al Campo, que fueron seis por cuarenta y cinco días cada una, en tres años de secundaría y tres de pre-universitario, desde los 12 hasta los 18 años de edad. Todas estas etapas corrieron en campamentos agrícolas que, desde el punto de vista constructivo y habitacional, eran muy similares. Aquellos eran campamentos mixtos, generalmente naves donde se albergaban, en una, las hembras y, en otra, los varones. Las naves tenían paredes de madera o mampostería, techo de guano o fibra de cemento (todo muy rústico) y una o dos puertas. No podían faltar las literas de cabillas de acero de media, tres cuartos o una pulgada de diámetro, con un tablón de cartón-tabla (material derivado de la caña de azúcar) como bastidor. Se unían con una cabilla soldada, que mantenía una separación de 60-70 cm, espacio que podía ser ocupado por un solo estudiante. La parte de abajo estaría a unos 50 cm del piso. Entre un nivel y otro de estas literas, la altura permitía que el ocupante del nivel bajo se sentara en la cama con su cabeza a unos pocos centímetros del tablón de arriba. Una colchoneta de guata fungía como sustituta del colchón. Eran colchonetas muy usadas, tan usadas que no cabía una partícula más de polvo, con olor a guardado y pelotas de guata diseminadas que tornaban un poco difícil nuestro descanso. Por suerte siempre llevé conmigo un nylon para envolver la colchoneta. De lo contrario se me agudizaba la alergia y no hubiera podido dormir ni una hora sobre ella. Ni qué decir del comedor, con bancos corridos, generalmente dos, formando a veces un conjunto mesa-banco de madera u ocasionalmente de hormigón. De la comida ni hablar. En el desayuno, por ejemplo, no faltaba el pan viejo y la leche en polvo, ahumada y con grumos. Podían demorarse los 45 días en apren- der a elaborarla bien. Quienes veníamos de familia humilde, obrera, de bajos recursos económicos, dependíamos para sostenernos de ese desayuno y las demás comidas con alimentos mal elaborados, la mayoría de la veces, pero aunque te la comieras toda te quedabas con hambre. Sí no contabas con algo de comer guardado en tú maleta, o algún amigo que te brindaba de lo suyo, podías conseguir un poco de azúcar y mezclarla en un vaso de agua para esperar con resignación y paciencia la próxima comida. Recuerdo bien los baños, tanto las duchas como las letrinas. Las duchas eran unas pilas de agua, de media pulgada de diámetro, unidas unas a otras por una tubería de mayor diámetro. Los cubículos estaban a continuación uno del otro, compartiendo las paredes divisorias y ofreciendo un espacio que apenas alcanzaba para girar sobre tus pies sin tocar aquellas paredes feas y oscuras. No tenían puertas y en su lugar se colocaban unos pedazos de nylon negro o de sacos y, de vez en cuando, la toalla de una amiga. Tenían un desagüe común y nos subíamos a una parrilla de madera para no meter los pies en el agua residual del proceso de higienización de todos nosotros en las duchas, tanto de las hembras como de los varones. A menudo eran seis u ocho cubículos, que podían estar dispuestos en hil