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Fueron tan fuertes la ambición y ansias inalienables de
bienestar creciente, y hasta de grotesca opulencia, que
estas medidas dieron a luz un hijo bastardo: el mercado negro fuera del control totalitario, que ya ha mezclado y confundido huestes de ambos y las fronteras
de influencia que los delimitaban. Hay ejemplos por
doquier, desde funcionarios corruptos a todos los niveles, unos autorizados por el propio poder y otros subrepticios en su ambición, hasta delincuentes comunes que viven en la marginalidad opulenta del medio
clandestino e individuos que comercian con las propias mercancías o servicios del Estado, agazapados
tras un puesto como empleados en que supuestamente
cobran por trabajar con esas mercancías o servicios,
pero que utilizan para beneficio propio. La gama es
infinita y merece un extenso estudio. Por ahora, baste
saber que es una tendencia contaminante, indeteniblemente invasora en el maltrecho feudo de la economía
estatal.
Pese a todo lo anterior, es imprescindible volver a
mencionar la posibilidad de supervivencia que esta
barbaridad económica ha creado para la mayoría
frente a las aberraciones del consumo, llegando hasta
lo elemental, de la insensible maquinaria de la planificación centralizada, siempre con un pretendido monopolio de la escasa y constantemente encarecida
oferta en bienes y servicios.
No sería veraz negar que, gracias a los fueros apropiados por los forajidos que nutren y se incorporan
constantemente al mercado negro, grandes espacios
del granero del Estado, negados a la mayoría, sean saqueados junto a sus finanzas. De alguna manera deshonesta, muchos de esos valores prohibidos al pueblo
han llegado a sus humildes hogares. Y todo ello sin
que este clandestino comercio y venta de influencias
produzca ninguna retribución o compensación en dinero o especies al Estado totalitario. Pero lo más importante de todo este tejemaneje es el impacto que una
turbulenta relación tan anómala como la descrita produce e