que fue vocación e inspiración de sus vidas habría tenido su origen en los bajos salarios. No es verdad o se trata sólo de una pequeña parte de la verdad. Y comprobarlo habría sido tan fácil que no nos queda sino desconfiar de quienes, poseyendo todos los medios para hacerlo, jamás lo han hecho, y si lo hicieron, jamás trascendió públicamente. Los viejos maestros, también románticos revolucionarios en su mayoría, eran y son vergonzosamente mal pagados. Bastaría comparar su salario con el de cualquier oficial de las Fuerzas Armadas o del Ministerio del Interior. Pero ésta es apenas una entre las muchas barbaridades que provocaron su éxodo en masa del sistema de educación, sobre todo de los más competentes y experimentados. Un mero sondeo de opinión entre ellos( yo lo hice en su momento) bastaría para conocer, por ejemplo, que más que por la problemática salarial abandonaron las aulas porque su profesionalidad y principios morales no les permitían avenirse a ciertas reglas e imposiciones del sistema. Entre las causas de su descontento sobresale la forma en que, arbitrariamente y sin margen para réplica, se les obligó durante años a dar el aprobado a la inmensa mayoría de los alumnos, por pésimos que fueran su aplicación en el estudio y sus conocimientos reales, y por muy desastroso que fuera el resultado de sus exámenes. Debían garantizar a toda costa los más altos índices de promoción escolar. El número frío se imponía y se impone a los buenos oficios del educador. Personalmente he escuchado a muchos de esos profesionales describir una escandalosa espiral, rígida, mediocre, incontestable, según la cual la dirección de las escuelas les imparte a ellos tales órdenes, pero esta dirección responde a las exigencias de la dirección municipal de educación, que a su vez responde a la dirección provincial, la cual obedece órdenes del Ministerio de Educación, al que se lo ha ordenado el gobierno, pues políticamente es lo que necesita: inflar estadísticas para timar a la opinión pública mundial. Esos viejos maestros abandonaron masivamente las aulas y renunciaron a su vocación de toda la vida, pero declaran también haberse hartado de la ideologización sin mesura que prima en cada norma, en cada valoración, en cada proyecto del sistema nacional de educación, así como del modo antipedagógico, dogmático, manipulador, chovinista y embrutecedor con que se diseñan los programas y se regula la impartición de materias. Aseguran que no se trata de deficiencias, como a veces se ha dicho en el discurso oficial, sino de malformaciones de base, decretadas a conciencia, que ellos tuvieron que adoptar en contra de sus criterios especializados y de su ética. Incluso se vieron en la necesidad de defenderlas, como cabezas visibles de un sistema cuyas reglas no compartían, pero no tenían derecho a remediar, pues ni siquiera se les consultó nunca con el debido respeto. Igual se conoce que ante el éxodo sistemático de los viejos maestros, el gobierno se vio precisado a suplirlos con otros, a veces muy jóvenes, casi niños, pésimamente formados. También intentó en vano recuperar a los ausentes, pero sin eliminar ni enmendar las causas principales del descontento. Se limitó a ofrecerles tibias mejoras salariales. Es lo de siempre. Arrasan las ciudades sistemáticamente, durante décadas, y luego pretenden disimular sus ruinas de la forma más chapucera, con improvisaciones de urgencia. Erosionan la tierra, se emplean a fondo durante largos años para hacerla baldía, y una mañana despiertan acusando a los campesinos de improductivos. Así mismo desmontan, con indolencia
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