dedicado desde hace más de veinte años a estudiarla, el director del Instituto Nacional de Musicología Carlos Vega( mi sede laboral) me pidió preparar los documentos necesarios, que entregué con entusiasta premura. Sin embargo, no hallé nada de ellos, sino una historia elemental reducida en tiempo y espacio a casi una anécdota del pasado rosista, en parte extranjerizada, fruto de un guion ideológico que se retrasa por lo menos un siglo. Como no hay investigación ni difusión sin ideología ni compromiso social, comenzaré a explicarme a partir del juego de palabras del título. El musicólogo y periodista Pablo Kohan publicó en un artículo sobre la exposición titulado“ Toda la música en un solo lugar. De Ricky Maravilla a Carlos Guastavino, las expresiones sonoras que han tenido y tienen cabida en nuestro país”( La Nación, 28 de abril de 2012). También lo publicó en el grupo de Yahoo de la Asociación Argentina de Musicología y lo comentaron algunos foristas. En uno de esos comentarios se apuntó una observación acerca del desafortunado trato elitista a los musicólogos asesores que,“ descendiendo del Olimpo a la práctica cotidiana, aportaron los resultados de sus investigaciones para aportar conceptos y expresar ideas que tienen una concreción contundente”. Había leído esa frase, pero la palabra Olimpo, tan cara en su lejana resonancia griega, golpeó en mí desde un lugar más cercano y desagradable, pues me compromete como ciudadano argentino e investigador. El Olimpo fue un centro porteño clandestino de detención en la última dictadura cívico-militar para personas con ideologías adversas y para hacerlas desaparecer. ¿ Por qué esta asociación? Porque en ese momento estaba transcribiendo el testimonio de una afro-porteña superviviente de diligencia de detención que comandó Alfredo Astiz. Ella y su hija fueron recluidas allí y la hija sigue desaparecida como resultado de dicha experiencia extrema. Con razón, cuando recabo sobre la historia del genocidio africano entre compatriotas supervivientes de la trata esclavista, pues nuestro país fue arte y parte de ella durante tres siglos y medio, ellos se sitúan como los primeros desaparecidos: desaparecidos del África, desaparecidos de la Historia, desaparecidos de los censos, desaparecidos de los museos, desaparecidos de la memoria nacional, desaparecidos del imaginario social, desaparecidos de los libros de texto … Ya sabemos: vivimos en un país de ausencias y toda ausencia es intencional. Mi decepción ante la exclusión de la música afroargentina no tiene que ver con mi celo académico, sino con el compromiso asumido hacia sus cultores, quienes no sólo preexisten al Estadonación, ya que su presencia es tan antigua como la hispana y se remonta al siglo XVI, sino que vienen siendo olímpicamente ignorados en la anquilosada narrativa académica— musicología incluida— que trataré aquí a grandes rasgos. Desobedeciendo al método científico con que debe producirse el conocimiento que se precie de vanguardia, desde el musicólogo Carlos Vega a esta parte se viene liquidando la cuestión negra con superficiales y escuetas afirmaciones apriorísticas, frutos instantáneos y descuidados propios de la hermenéutica de escritorio, lecturas sesgadas y acríticas de fuentes secas y, sobre todo, de la especulación sobre cómo debieron ocurrir los hechos antes de corroborarlos por vía de la etnografía y la documentación exhaustiva. A diferencia de otros países americanos, donde la población y la cultura afro resultan más evidentes, esta línea argumental sostiene que aquí se trajo a pocos esclavizados y“ se los trató bien y hasta con cariño”. Practicaron algunas
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