pudo escapar a las trampas del sentido común sucedáneas de aquella racialización que lleva siglos. En el párrafo siguiente, al pintar el panorama racial americano como consecuencia de la invasión europea, minimiza a uno de los colores de esta paleta: el negro. No solo excluye la presencia sursahariana— que es casi tan antigua como la europea— al reducir de tres a dos los continentes implicados en nuestra historia pos-colombina. También deja la inferencia al lector al mencionar de pasada, entre las resultantes biológicas de tal miscegenación, a mulatos y zambos. Suma confusión el reiterado empleo de la categoría raza, como si pudiera ser plural en el humano, y afirma que tales resultantes sanguíneas son precisas y científicas, cuando su creación, imposición y perpetuación social sólo obedeció a factores coyunturales siempre a favor del blanco, como el estatus y la riqueza de quien era así designado. En otras palabras, ser mulato o zambo en la sociedad americana colonial era cuestión de consenso y / o imposición en un orden social atravesado por desigualdades que provocaban el europeo y el criollo de tal ascendencia, y el dictum de la naturaleza. La reducción explicada de los tres siglos y medio de genocidio africano— que otros llaman trata esclavista o, peor, La Ruta del Esclavo— y de los cinco siglos de historia afrolatinoamericana o latinoafroamericana no sería tan incongruente con la supuesta improcedencia de incluir el color negro en nuestra paleta sociocultural. Ha venido siendo la ingrata moneda de cambio dada a los afrodescendientes por tanto beneficio cultural y material extraído de ellos por todos los medios de violencia posible. Más desconcierta aún— en la narrativa refractaria de lo afro por González— que más abajo celebre la llegada al continente de“ nuevas corrientes migratorias europeas y sus etnias asociadas a partir de la década de 1870(…) inmigrantes de los ahora lejano y cercano Oriente, que diversificarán aún más el crisol latinoamericano”( p. 62). Sin negar la importancia cuantitativa de esta inmigración— en algunos países, regiones y épocas más que en otras—, su contribución al mestizaje musical americano no es proporcional, sino más bien puntual y excepcional; por tanto, irrelevante. Con todo, la extrañeza de tal referencia se revela pronto, pues no tenía otro motivo que preparar el terreno para introducir a uno de los grandes pensadores de la pos-colonialidad: el palestino Edward Said, quien con su libro Orientalismo( 1978) inauguró esta teoría. González pudo haber aguzado su pluma al citarlo antes que celebrar la migración de sus co-continentales. El peso académico de Said le resultó suficiente para forzar la realidad musical americana a una pleitesía a los inmigrantes asiáticos. Al sopesar ambas presencias, subsahariana y oriental, en América, advertimos que los, por lo bajo, cien millones de africanos usados como combustible biológico para posicionar a Europa como primer mundo atrapan en su silencio a más de un pensador con intenciones americanistas. La historiadora argentina Judith Farberman es especialista en religiosidad popular con respecto a la magia y la hechicería de la época colonial en Santiago del Estero y Tucumán. Ha publicado dos libros, uno académico( 2005) y otro de divulgación( 2010), que tratan sobre la salamanca, y sus fuentes rebosan en negros, zambos, pardos y mulatos— según la terminología de la época— y sobre todo en negras, zambas, pardas y mulatas. Pero en su análisis parecen ser una mera cuestión biológica y la diversidad del fenómeno se reduce al sustrato indígena y al catolicismo de cuño hispano. Su libro académico da en el capítulo 1( pp.
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