a otro mundo, ¡un mundo borroso,
donde un pañuelo de oscuridad cubre los
ojos, nubla los recuerdos, altera los
pensamientos, desluce la realidad! Por fin
aparece mi príncipe Luciano, empuñando
su espada. Con un salto llega a mi lado,
para rescatarme. Apenas me puedo
mover, pero una sonrisa llena mi rostro.
La sangre perdida me debilita mientras
Luciano me observa desconcertado
durante un momento. Duda, mira con
desdén mi pena, mis fachas, y me da la
espalda: luce vencido, arrastra su espada.
Se aleja de mí sin mirar atrás. Yo extraño
el beso que nunca me dio. ¡Un rechinido
fuerte, como el azotar de la puerta,
interrumpen mi despedida silenciosa! Un
enano deforme entra con violencia,
profiere aullidos feroces, muestra su
pequeños dientecillos, ataca sin piedad:
me muerde, me olisquea la ropa y,
asustado, se detiene. Tiene miedo, no
sabe qué hacer, comienza a llorar y a
suplicarme. Apenas entiendo su voz
aguda.
–¡Soy Anabrio, madre, soy Anabrio! –me
dice mientras salta hacia atrás y me mira
sorprendido.
Su aliento a carne muerta perfora mi
nariz, mis ojos y hasta mi cerebro. Detrás
de él, oculta tras de la puerta, hay una
sombra enorme y delgada. Anabrio la
llama Katerva, ella no se atreve a entrar.
Él corre presuroso dando vueltas, sin
saber qué hacer, hasta que sale corriendo
de esa pequeña prisión. A lo lejos,
después de un momento, escucho el
ruido de lo que Anabrio arroja al suelo,
así como el sonido de un cristal que se
rompe; después, el picante olor a gas
empieza a difundirse en la habitación, el
mundo se desvanece aún más tras esa
cortina de vapores pestilentes y
nauseabundos. La realidad cae como una
tormenta en millares de gotas, se
desvanece, se aleja como un riachuelo
hasta el infinito, como un rompecabezas
que se arrastra en torbellino y pierde las
piezas. La espiral es tan violenta que se
lleva todos los recuerdos, la realidad y la