fantasía se mezclan en el mismo
pavimento, las líneas blancas dejan de
tener sentido y desaparecen tras la
tormenta, para dejar el gris del asfalto en
una sola dirección. La ruta lleva a un
mundo fantasmagórico bañado de una
niebla pegajosa. En ella encuentro
recuerdos de chocolate y nubes de
algodón, ennegrecidas por el aire sucio
que circunda, ese aire que no me
permite ver ni respirar. Estoy agobiada
por el zumbido de las moscas, que
parecen aves de ataque sobre mi rostro.
Las moscas caminan encima de mí,
lamen con su pequeña lengua los restos
de sangre. Sigo sin fuerza, estoy tirada en
el piso, no sé cuánto tiempo ha pasado.
El pequeño Anabrio me mira desde un
rincón con los ojos llenos de lágrimas, la
habitación gira como un torbellino y se
inunda rápidamente de olor a gas, a
pesar de los esfuerzos del enano por
cubrir los espacios entre la puerta. Las
moscas se golpean desesperadas en las
paredes, caen muertas alrededor sin
dejar de zumbar ni de mover sus
portentosas alas translúcidas. Imagino
los últimos minutos de mi vida ahogada
en la podredumbre, igual que las moscas;
me imagino divagando en un mundo de
ensueño creado por la falta de aire.
Torpemente y sin éxito me aferro al
borde del recuerdo. Finalmente cierro los
ojos, la respiración se hace trunca,
entrecortada, difícil. Imágenes de mi
corta vida llenan los espacios que deja el
gas, en un parpadeo me descubro lejos,
caminando en un parque, pisando la
hojarasca y produciendo tronidos y
chasquidos lentos. Respiro un fresco
aroma a bosque, a naturaleza. Me siento
en una banca, la más alejada, donde veo
pasar a los desconocidos. Ellos me miran
curiosos sin decir nada.
“ La
ruta lleva a un mundo
fantasmagórico bañado de
una niebla pegajosa. En ella
encuentro recuerdos de
chocolate y nubes de
algodón, ennegrecidas por el
aire sucio que circunda. ”