Los ferrocarriles fueron las organizaciones más complejas creadas hasta entonces, con unas operaciones que tenían que ser dirigidas y coordinadas en una vasta extensión geográfica. El telégrafo, que se inventó casi al mismo tiempo, facilitó la necesaria coordinación ya que permitía una comunicación rápida y a un bajo coste. Los directivos de estas organizaciones desarrollaron medidas como el coste por operación y el ratio de los gastos operativos en relación a los ingresos para evaluar la eficiencia de sus procesos operativos. Los directivos de otras organizaciones adoptaron y ampliaron muchas de estas medidas innovadoras. Así, en el caso de la industria del acero, Andrew Carnegie, fue conocido por su obsesión en conocer los costes de sus productos y mejorarlos con relación a sus competidores.
En este periodo también surgieron las grandes cadenas de superficies de ventas al por menor, como Sears y Woolworth, para aprovechar las economías de escala de la distribución en masa de productos de consumo. Sin embargo, las medidas industriales, como el coste por libra o milla, no eran relevantes para las actividades de compra, almacenaje y venta de estas organizaciones. Por ello, en su lugar, usaron medidas tales como el margen bruto (ingresos por ventas menos compras y costes operativos) y el ratio de rotación de stocks (ventas sobre el nivel de inventario) para medir la rentabilidad y rapidez con que las mercaderías adquiridas se transforman en ventas.
En general, estas organizaciones tenían que procesar productos relativamente homogéneos de forma eficiente. Esto es, convertir las materias primas en un único producto final como un tejido, una tonelada de acero, mover pasajeros o mercancías, o revender productos previamente comprados. Si la actividad se desarrollaba eficientemente, los directivos deducían que su producto y la empresa eran rentables. Las medidas desarrolladas eran específicas para el producto y proceso de cada organización, y tenían la característica común de medir la eficiencia con que los recursos eran convertidos en productos terminados o en ingresos por ventas.
Como se puede deducir, aunque los procesos de producción fueran complejos, las organizaciones tenían un enfoque claro hacia el producto. Así, las fábricas textiles producían yardas de tela, los ferrocarriles millas por tonelada de mercancía transportada o milla por pasajero transportado, las fábricas de acero toneladas producidas, y los grandes almacenes ingresaban unidades monetarias por ventas. Por lo tanto, los costes de los productos podían ser obtenidos con las mismas medidas que se usaban para motivar a los directivos y evaluar la eficiencia de los procesos operativos.
En este periodo, los sistemas de contabilidad de gestión se centraron en los costes que se podían medir fácilmente, tales como materiales y la mano de obra asignables al producto. Por el contrario, directivos como los de las plantas metalúrgicas, que tenían diversidad de productos y unos costes indirectos relativamente altos, buscaban vías de asignación de dichos costes a los productos, especialmente cuando se enfrentaban a trabajos nuevos. Debido a que los costes de recogida y procesamiento de la información eran elevados, y a que los costes indirectos eran menos importantes que los directos de mano de obra y materiales, no interesaba invertir demasiados recursos para asignar fiablemente los costes indirectos a los productos. Esto hizo que, para cantidades previstas de mano de obra directa, se adoptaran reglas simples tales como multiplicar las horas, o las unidades monetarias de la mano de obra, por un porcentaje que reflejara el ratio de los gastos indirectos del departamento (overhead). Este procedimiento no era costoso ya que la mano de obra directa ya se medía tanto para pagar a los operarios como para controlar su eficiencia. De esta forma, la práctica de asignar los costes indirectos a los productos basada en su contenido de mano de obra directa, tuvo sus orígenes en los procesos de producción intensivos en mano de obra de final del XIX. Los intentos de usar las horas máquina como bases alternativas para asignar los costes indirectos no tuvieron éxito, debido al coste añadido que suponía su medición.