Montañeros. Humo. Té. Cerveza. La radio. Mi cabeza se separa flotando de mi cuerpo, suspendida en el
humo de las pipas tirolesas. Veo ojos de rana, cabello pajizo, bocas como billeteros abiertos, narices de
cerdo, cabezas como bolas de billar, manos de mono con palmas de color de jamón. Empiezo a reírme
como si estuviera borracha y digo palabras de Henry: «arrea», «follar». Hugo se enfada. Estoy callada y
fría. Recupero la cabeza. Me echo a llorar. Hugo, que trataba de acompasarse a mi alegría, ahora observa
mi rápida transición y está anonadado.
Experimento de forma creciente esta monstruosa deformación de la realidad. Antes de salir para Austria,
pasé un día en París. Tomé una habitación en un hotel para descansar porque la noche anterior no había
dormido, era una pequeña habitación de buhardilla con ventanas de gablete. Mientras estaba allí tuve la
sensación de que se rompían todas las conexiones, de que me separaba de todos los seres que amaba, cuidadosa y completamente. Recordé la última mirada que me dirigió Hugo; desde el tren, el rostro pálido y
el beso fraternal de Joaquín, el último beso húmedo de Henry, sus últimas palabras, «¿Va todo bien?»,
que dice cuando está turbado y quiere decir algo más profundo.
Me separé de todos ellos exactamente igual que me separé de mi abuela en Barcelona siendo niña. Podía
haberme muerto en una pequeña habitación de hotel, desposeída de mis amores y mis pertenencias, sin
constar en el libro de registro. Sin embargo, sabía que si me quedaba unos días en esa habitación, viviendo con el dinero que Hugo me había dado para el viaje, podía empezar una vida totalmente nueva. Fue el
terror a esta nueva vida, más que el terror a la muerte, lo que me impulsó. Salté de la cama y huí de la
habitación que crecía a mi alrededor como una tela de araña, apoderándose de mi imaginación, royéndome la memoria de modo que en cinco minutos se me olvidaría quién era y a quién amaba.
Era la habitación número treinta y cinco, y al día siguiente podía haber despertado en ella convertida en
una puta, en una loca, o, lo que es peor, sin cambiar en nada.
.
Estoy satisfecha con el día de hoy, de modo que me entretengo imaginándome penas. ¿Qué sentiría si
Henry muriera, y yo oyera, en alguna esquina de París, el acordeón que oía en Clichy? Pero yo he querido
sufrir. No me separo de Henry por la misma razón que June.
¿Y Allendy? Necesito de nuevo su ayuda, seguro.
París. No necesitaba la ayuda de nadie. Sólo volver a ver a Henry en la estación, besarlo, comer con él,
oírlo hablar, entre más besos.
Quería ponerlo celoso, pero soy demasiado fiel, de modo que revolví en el pasado y me inventé un cuento. Escribí una carta falsa de John Erskine, la rompí y volví a pegarla. Cuando Henry llegó a Louveciennes, el fuego devoraba el resto de las cartas de John. Aquella misma noche le enseñé a Henry el fragmento
que había escapado a la destrucción por haberlo tenido guardado en el diario. Se puso tan celoso que en la
segunda página de su nuevo libro ha tenido que echar una bomba sobre la obra de John. Juegos infantiles.
Y entre tanto soy fiel como una esclava, de sentimientos, de pensamiento y de cuerpo. Mi carencia de pasado me parece ahora buena. Ha conservado mi ardor. He llegado hasta Henry como una virgen, fresca,
sin usar, crédula, ansiosa.
Henry y yo somos uno; yacemos soldados cuatro días. No con cuerpos sino con llamas. Dios mío,, permíteme darle las gracias a alguien. Ninguna droga podría ser más potente. Qué hombre. Ha succionado mi
vida y yola de él. Ésta es la apoteosis de mi vida. Henry, Louveciennes, soledad, calor estival, olores estremecedores, brisas de cánticos, y, en nuestro interior, tornados y calmas exquisitas.
Primero me puse el traje de Maja: flores, joyas, maquillaje, dureza, brillantez. Estaba enfadada, llena de
odio. Había llegado de Austria la noche anterior y habíamos dormido en un hotel. Pensaba que me había
traicionado! Él jura que no. Da lo mismo. Lo odiaba porque lo amaba como no he amado nunca a nadie.
Lo aguardo en la puerta cuando llega, con las manos en las caderas. Miro desde un yo salvaje. Henry se
aproxima, deslumbrado; no me reconoce hasta que está muy cerca y yo sonrío y le hablo. Le parece imposible. Cree que me he vuelto loca. Entonces, antes de que acabe de recobrarse, lo conduzco a mi habitación. Allí, en la rejilla de la chimenea hay una fotografía grande de John y sus cartas. Se están quemando.
Sonrío. Henry se sienta en el sofá.
–Me das miedo, Anaïs –dice–. Estás tan diferente, tan extraña. Tan dramática.
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