Londres como pensaba. Tenía que coger el tren de las siete y media. Miré a Henry a la cara y tuve el placer de comprobar que estaba muy desilusionado. Me fui.
Pero inmediatamente me sentí muy disgustada. Regresó toda mi ternura. Temía haberle herido. Le escribí
una nota. Al día siguiente, Hugo se marchó y yo fui a verlo de inmediato. Aquella noche fuimos tan felices juntos que, justo antes de dormirse, Henry dijo: «Esto es el paraíso.»
AGOSTO 1932
Cuando leo las ardientes cartas de amor de Henry, no me emociono, no me siento impaciente por volver a
él. Sus defectos pasan a primer plano. Tal vez simplemente he regresado a Hugo. No lo sé. Soy consciente
de que nos separa una tremenda distancia y me resulta difícil escribirle amorosamente. Me siento hipócrita. Eludo la cuestión. Escribo menos de lo que debería. Tengo que hacer un gran esfuerzo. ¿Qué ha ocurrido?
A Hugo le sorprende que esté tan inquieta. Fumo, me levanto, me muevo arriba y abajo. No soporto mi
propia compañía. Todavía no he aprendido a sustituir la introspección pensando. Podría meditar sobre
Spengler, por ejemplo, pero al cabo de diez minutos ya estaría devorándome de nuevo. Como dice Gide,
la introspección lo falsifica todo. Quizá me aparta de Henry. Necesito su voz y sus caricias. Me ha escrito
una hermosa carta sobre los últimos días que pasamos en Clichy, Henry deseándome, perdido sin mí.
No obstante, me es imposible desearlo en presencia de Hugo. La risa de Hugo, su devoción me paralizan.
Por fin le escribo insinuándole todo esto. Pero en cuanto he mandado la carta, los sentimientos artificialmente contenidos me abruman. Le escribo una nota alocada.
A la mañana siguiente recibo una voluminosa carta suya. Sólo con tocarla me emociono. «Cuando vuelvas te voy a dar una sesión de sexo y literatura –eso quiere decir follar y hablar, hablar y follar–. Anaïs, te
voy a abrir hasta la ingle. Que Dios me perdone si esta carta es abierta por equivocación. Te deseo. Te
amo. Eres para mí toda la maldita maquinaria, como si dijéramos. Estar encima de ti es una cosa, pero estar cerca de ti es otra. Yo me siento cerca de ti, unido a ti; tú eres mía se reconozca o no. Cada día de espera es una tortura. Los cuento lenta, dolorosamente. Ven en cuanto puedas. Te necesito. Dios mío, quiero
verte en Louveciennes, verte iluminada por la luz dorada de la ventana, con tu vestido verde del Nilo, el
rostro pálido, una palidez helada como la de la noche del concierto. Te amo tal como eres. Amo tu espalda, la dorada palidez, la ladera de las nalgas, el calor de tus entrañas, tus jugos. Anaïs, te amo mucho. Se
me está trabando la lengua. Estoy aquí sentado escribiéndote con una tremenda erección. Percibo tu blanda boca cerrándose sobre mí, tu pierna que me agarra con fuerza, te veo de nuevo en la cocina levantándote el vestido, sentándote encima de mí y a la silla cabalgando por todo el suelo de la cocina haciendo cloc,
che.»
Respondo en el mismo tono, adjunto mi nota alocada y mando un telegrama. Ay, no hay manera de luchar
contra la invasión de. Henry.
Hugo está leyendo. Me inclino y lo baño en amor, un amor que es sobre todo arrepentido. «Juro que nadie
me proporcionará nunca un placer comparable al que me das tú. Para mí lo eres todo», jadea Hugo.
Me he pasado la noche en vela, con un dolor agudísimo, pensando en las sabias palabras de June: «Deja
que las cosas sigan su curso.» Al día siguiente hago lentamente el equipaje soñando con Henry. Para mí es
la comida y la bebida. ¿Cómo he podido, aunque sea sólo unos días, apartarme de él? Si Hugo no se riera
así, como un niño, si no extendiera sus manos cálidas y velludas constantemente hacia mí, si no se inclinara para darle chocolate a un terrier escocés negro, si no volviera el rostro finamente cincelado hacia mí
diciendo: «Conejito cimbreño, ¿me quieres?»
Entre tanto, es Henry quien salta en mi cuerpo, siento su arrebato, su impulso y su empuje. La noche del
lunes está demasiado lejos.
La longitud de sus cartas, de veinte a treinta páginas, simboliza su grandeza. Su mente me azota. Deseo
ser sólo una mujer. No escribir libros, enfrentarme directamente al mundo, sino vivir mediante transfusiones de sangre literaria, estar detrás de Henry, alimentándolo, descansar de la autoafirmación y la creación.
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