Siento una gran alegría al recibir una carta larga de Henry. Me doy cuenta de que June y él han hecho que
Dostoievski esté vivo para mí y me resulte terrible. En algunos momentos me deshago de agradecimiento
por lo que Henry me ha dado, simplemente siendo lo que es; en otros me siento desesperada por los desenfrenados instintos que hacen de él tan mal amigo. Recuerdo que cuando el húngaro trató de meter la
mano por debajo de mi vestido, aquella noche en el «Select», demostró más sentirse herido en su vanidad
que amarme. «¿Qué se ha creído, que soy idiota?»
Cuando está borracho, es capaz de cualquier cosa. Ahora se ha rapado la cabeza como un preso en un intento de auto humillación. Su amor por June es una auto laceración. A fin de cuentas, lo único que sé es
que me ha fecundado de múltiples maneras y que pocos amantes tendré tan interesantes como Henry.
Al comenzar de nuevo nuestro duelo de cartas –alocadas, alegres y libres– su ausencia me produce un dolor físico, lacerante. Hoy me parece que Henry va a formar parte de mi vida durante muchos años aunque
sólo sea mi amante durante unos meses. Una foto de él, con la bocaza abierta, me emociona. Empiezo a
pensar en una lámpara que sea mejor para sus ojos, a preocuparme por sus vacaciones. Me produce una
gran felicidad que haya terminado de pulir su segundo libro en los últimos dos meses, que sea tan activo y
productivo. Y ¿qué echo en falta? Su voz, sus manos, su cuerpo, su ternura, su rudeza, su bondad y su
maldad. «June no ha sido capaz de descubrir si soy un santo o un demonio», dice él. Yo tampoco lo sé. Al
mismo tiempo, dispongo de amor en abundancia para darle a Hugo. Ello me maravilla, cuando actuamos
como amantes, maldecimos las camas individuales y dormimos incomodísimos en una cama demasiado
pequeña, nos cogemos de la mano sobre la mesa y nos besamos en el barco. Amar es fácil, y hay tantas
maneras de hacerlo.
Cuando le pregunto a Henry qué es lo que le impidió leer el resto del diario violeta, me dice: «Yo tampoco sé por qué dejé de leer al llegar a cierto punto. Puedes tener la seguridad de que lo lamento. Sólo puedo
decir que fue una tristeza impersonal, las cosas salían mal no por culpa de la maldad o la malicia sino por
una especie de fatalidad inherente. Incluso hacer las cosas más deseadas y sagradas parece ilusorio, inestable, transitorio. Si cambiaras X por cierto personaje, sería lo mismo. De hecho, quizá yo me sustituía a
mí mismo.»
Nadie puede evitar llorar por la destrucción del «matrimonio ideal». Pero yo ya no lloro. Se me han agotado los escrúpulos. Hugo tiene el mejor carácter del mundo, y yo lo amo, pero también amo a otros hombres. Mientras escribo esto, está a un metro de mí y yo me siento inocente.
Vivo en su reino. Paz. Sencillez. Esta noche estábamos hablando del mal y me he dado cuenta que está
totalmente seguro de mí. No puede siquiera llegar a imaginarse que... mientras que yo imagino con tanta
facilidad. ¿Es él más inocente que yo? ¿O es que cuando uno es tan íntegro se confía más?
Cuanto más leo a Dostoievski, más pienso en June y Henry y me pregunto si son imitaciones. Reconozco
las mismas frases, el mismo lenguaje altisonante, casi los mismos actos. ¿Serán fantasmas literarios?
¿Tendrán alma propia?
Recuerdo un momento en que caí en la tentación de sentir cierto resentimiento hacia Henry. Fue unos días
después de que me contara que le gustaba estar con putas. Teníamos que encontrarnos en casa de Fraenkel
para hablar de la posibilidad de ayudarlo a publicar su libro. Yo me sentía muy dura y cínica. No me gustaba que me miraran como a la esposa de un banquero que podía permitirse proteger a un escritor. Estaba
resentido por la tremenda angustia que me embargaba, por las noches que pasaba en vela, pensando en
maneras y medios de ayudar a Henry. De pronto me pareció un parásito, un egoísta tremendamente voraz.
Antes de que llegara él, hablé con Fraenkel, le dije que era imposible y por qué. Fraenkel se sintió muy
apenado por Henry; yo en lo más mínimo. Entonces apareció el propio Henry. Se había vestido pulcramente para mí, para enseñarme el traje, el sombrero y la camisa nuevos. Se había afeitado cuidadosamente. No sé por qué esto me puso furiosa. No le recibí con mucho efecto que digamos. Continué hablando
del trabajo de Fraenkel. Henry se dio cuenta de que pasaba algo y preguntó: «¿He venido demasiado temprano?» Finalmente dijo algo de salir a cenar. Yo le dije que no podía ir. Hugo no se había marchado a
90