embrujo en el cual Henry era un ser extraordinario, un santo, un fabuloso maestro de la palabra, con una
mente asombrosa. Su sensibilidad me deja perpleja. Lloró mientras contemplaba cómo yo escuchaba los
discos, y se negó a seguir leyendo del diario, molesto por la excesiva intimidad de las revelaciones, Henry, para quien nada es sagrado.
Eduardo llegó a las cuatro y dejamos que llamara al timbre. Henry disfrutaba con ello pero yo no.
–Eres demasiado humana –dijo, y añadió–. Ahora sé lo que pensarás de mí cuando me pongas en la misma situación. –Henry y yo en la cama y Eduardo llamando al timbre, marchándose e intentándolo de nuevo media hora más tarde.
El lunes a la una y media Henry me dejó pensando que esa noche me iba de vacaciones. A las dos me encontraba en la clínica. Hasta a mí misma me resultaba sorprendente que fuera capaz de ir sola, para correr
un gran riesgo relativo a mi rostro. Mientras yacía en la mesa de operaciones, era conscient e de cada movimiento del cirujano. Estaba a la vez tranquila y asustada. No se lo había contado a nadie. La sensación
de soledad era inmensa, e iba acompañada de una seguridad que me sobreviene en todos los grandes momentos. Gracias a ella lo soporté hasta el final. Incluso había pensado que si la operación era un fracaso y
mi rostro quedaba desfigurado, desaparecería completamente y no volvería a ver a los seres queridos.
Llegó el momento de verme la nariz en el espejo, ensangrentada y recta –¡Griega! Después vendajes, hinchazón, una noche de dolores y sueños. ¿Volverían alguna vez a temblarme las ventanas de la nariz?
A la mañana siguiente la enfermera me trajo papel de cartas con el membrete de la clínica. Ello me sugiere una idea. Le escribo a Eduardo, con mano vacilante, que me había ido al campo; había tomado cocaína
y me habían llevado al hospital porque no me recuperaba. Juego con la idea y me río sola mientras escribo
para hacer la vida más interesante, para imitar la literatura, que es un engaño.
Lo que se imagina se desea. ¿Cómo hubiera sido ese día y esa noche en Louveciennes sola con June, si
hubiera habido cocaína?
Estoy en casa, obsesionada por el éxtasis de las horas pasadas con Henry y por un horror retardado a la
clínica. Tengo la nariz resentida pero bonita.
No quiero ver a Allendy hasta que esté presentable. Me ha dicho que ha visto a Eduardo y que está muy
disgustado. Allendy ha de creer también la historia de la cocaína.
El sol da en la cama pero no hay sensación de sacrilegio por que Henry haya dormido en ella. Me parece
natural. La casa está ordenada. Tengo el baúl preparado en la entrada, dinero austriaco en el bolso y un
billete para Insbruck.
El día siguiente a nuestra conversación, que tenía que arreglarlo todo, Henry estaba desesperado. Decidimos que no debíamos huir juntos. «Me perderás pronto porque no me amas lo suficiente», le dije con tristeza. Pero todavía no.
Al tiempo que acrecienta mi pasión, también acrecienta la ternura hacia Hugo. Cuanta más distancia creo
entre nuestros dos cuerpos, más exótica me resulta su perfección, su bondad, mayor es mi gratitud, más
consciente soy de que él, de entre todos nosotros, es el que mejor sabe amar. Cuando se encuentra de viaje
y yo estoy sola, no me siento atada a él, no me imagino a su lado, no deseo que estuviera conmigo, sin
embargo, me ha dado el más precioso de los dones, y cuando pienso en él veo a un hombre desprendido y
afectuoso que me ha apartado de la desdicha, el suicidio y la locura.
Locura. Me resultaría fácil, volver a encontrarme en el estado de ánimo en que me hallaba a bordo del buque que me conducía a Nueva York, cuando deseaba ahogarme. En la carta imaginaria que le escribo a
Eduardo, digo: «Me alegro de haber escapado al infierno durante veinticuatro horas de sueños.» Soy sincera. La atracción que siento hacia las drogas se basa en un inmenso deseo de aniquilar la consciencia.
Cuando me separé de Henry el otro día, sabía con tanta certeza que me estaba separando de él que podía
haberle indicado al taxista que me llevara derecho al Sena.
Lo que inventé para Eduardo ocurrirá algún día. Cuánto tiempo seré capaz de soportar la consciencia de
vivir depende de mi trabajo. El trabajo ha sido mi único estabilizador. El diario es producto de mi enfermedad, quizás una acentuación y exageración de la misma. Digo que escribir me alivia; tal vez, pero tam88