–No me parece correcto, moral y físicamente. Después estuve muy deprimida y avergonzada.
–Eso son tonterías. La masturbación no es perjudicial físicamente. Lo que nos oprime es tan sólo el sentimiento de culpa que traemos.
–Antes temía que disminuyera mi poder mental, mi salud, y que me deshiciera moralmente.
Añado otros detalles y él escucha en silencio, tratando de relacionarlos. Le digo cosas que no había admitido por completo ante mi misma y que no he escrito en el diario, cosas que quería olvidar.
Allendy reúne los fragmentos y me habla de una frigidez parcial, descubre que también considero que ello
es signo de inferioridad y no que se debe a mi fragilidad física. Se ríe. Él lo atribuye a una causa psíquica,
a un fuerte sentimiento de culpa. Sesenta de cada cien mujeres sienten lo mismo que yo y no lo admiten
nunca, y, lo que es más importante, según Allendy, a los hombres les importa bien poco y son bien poco
conscientes de ello. Siempre transforma lo que yo considero un signo de inferioridad en una cosa natural,
o algo que puede ser fácilmente corregido. Inmediatamente siento un gran alivio y desaparece el miedo y
la reserva.
Le hablo de June, de mi deseo de ser una fenme fatale, de mi crueldad para con Hugo y Eduardo y de la
sorpresa que me produce que después me quieran igual o más. También tratamos de mi manera franca y
valiente de hablar del sexo, de que oculto mi verdadero recato innato y despliego una obscenidad forzada.
(Henry dice que le gusta que cuente historias verdes porque no va conmigo.) –Pero estoy llena de disonancias –digo, sintiendo la extraña angustia que crea Allendy –medio alivio, a causa de su exactitud, medio pena, por ningún motivo concreto– la sensación de haber sido descubierta.
–Sí, y hasta que sea capaz de actuar de forma perfectamente natural, de conformidad con su propia naturaleza, no será feliz. La fenme fatale despierta la pasión de los hombres, los exaspera, los atormenta, y desean poseerla, incluso matarla, pero no la aman profundamente. Usted ya ha descubierto que la aman profundamente, ahora también ha descubierto que la crueldad para con Eduardo y Hugo los ha excitado y la
desean todavía más. Ello hace que quiera participar en un juego que no es natural en usted.
–Siempre he despreciado esos juegos. Nunca he podido ocultarle a un hombre que le amo.
–Sin embargo, me dice que los amores profundos no la satisfacen. Que anhela proporcionar y recibir sensaciones más fuertes. Lo comprendo, pero eso no es más que una fase. Puede practicar ese juego de vez en
cuando para intensificar la pasión, pero los amores profundos son los adecuados para su verdadera personalidad, y sólo ellos la satisfarán. Cuanto más honestamente actúe, más cerca estará de la satisfacción de
sus necesidades reales. Todavía tiene mucho miedo de que le hagan daño; su sadismo imaginario lo demuestra. Tiene tanto miedo de que le hagan daño que quiere tomar la iniciativa y ser la primera en herir.
No desespero de reconciliarla con su propia imagen.
Éstas son sus palabras, reproducidas crudamente y sin recordarlas con exactitud. Me encontraba embargada por la sensación de que aliviaba innumerables tensiones, de que me liberaba. Su voz era suave y compasiva. Antes de que hubiera terminado, empecé a sollozar. Mi gratitud era inmensa. Quería decirle que lo
admiraba y finalmente se lo dije. Guardó silencio mientras yo sollozaba y luego me preguntó gentilmente:
–¿He dicho algo que la hiriera?
Me gustaría llenar las últimas páginas con las alegrías de ayer. Lluvia de besos de Henry. Las embestidas
de su carne en la mía mientras yo arqueaba el cuerpo para amoldarme mejor al suyo. Si hoy tuviera que
elegir entre June o yo, entregaría a June. Nos imaginaba casados y disfrutando de la vida, juntos.
–No –digo, medio en broma medio en serio–, June es la única. Yo te estoy haciendo más fuerte para June.
–Una verdad a medias; no hay posibilidad de elegir.
–Eres demasiado modesta, Anaïs. Todavía no te das cuenta de lo que me has dado. June es una mujer que
puede quedar eclipsada por otras mujeres. Lo que June me da lo puedo olvidar con otras mujeres. Pero tú
eres otra cosa. Podría tener un millar de mujeres después de ti y no te eclipsarían.
Le escucho. Está entusiasmado y por lo tanto exagera, pero es precioso. Sí, reconozco durante un momento, la rareza de June y la mía. La balanza se decanta hacia mí de momento. Contemplo mi propia imagen
en los ojos de Henry, y ¿qué veo? La muchacha de los diarios, que les cuenta cuentos a sus hermanos, que
llora mucho sin razón, que escribe versos... la mujer con quien se puede hablar.
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