–¿Estás desilusionada?
–Es muy diferente de lo que esperaba, sí, menos sensacional, pero estoy satisfecha.
He perdido el ritmo apacible, que recuerda al Sena de mi adolescencia. No obstante, cuando Henry y yo
estamos juntos en el «Café de la Place Clichy», disfrutamos de las profundas corrientes tranquilas de
nuestro amor.
Es June la que produce fiebre. Pero no es más que una fiebre superficial. La fiebre verdadera e indeleble
reside en los escritos de Henry. Mientras leo su último libro casi me siento petrificada de admiración. Trato de pensar en ello, de decirle cómo me impresiona, pero no puedo. Es demasiado enorme, demasiado
potente.
Entre Hugo y yo hay mucha dulzura. Una gran ternura y mucho engaño por mi parte sobre mis verdaderos
sentimientos. Su comportamiento de la otra noche me conmovió y traté de compensarlo por ello proporcionándole mucho placer. Me aterra el modo en que pienso en Henry por lo obsesivo que es. He de intentar espaciar esos pensamientos.
Cuando Henry y yo hablamos de June, ahora sólo pienso en ella como un «personaje» que admiro. Como
mujer, amenaza mi única gran posesión y ya no la amo. Si June muriera –muchas veces lo pienso– si muriera... O si dejara de amar a Henry... Pero eso no ocurrirá. El amor de Henry es el refugio al que ella regresa, siempre.
Cada vez que llego a casa de Henry y él se encuentra escribiéndole una carta a June, revisando un pasaje
de su libro que trata de ella, o señalando lo que concuerda con ella en Proust o Gide (la encuentra en todas
partes), siento un miedo insufrible: Henry le pertenece de nuevo a ella. Se ha dado cuenta de que no ama a
nadie más que a ella. Y cada vez, con sorpresa, contemplo cómo deja el libro o la carta para dedicarse
plenamente a mí, con amor, con deseo. La última prueba, el telegrama de June, me tranquilizó profundamente. Pero cada vez que hablamos de ella experimento la misma angustia terrible. Esto no puede durar.
No me opondré al curso de los acontecimientos. En cuanto regrese June, renunciaré a Henry. Sin embargo, no es tan sencillo. No puedo renunciar viviendo tan próxima a Henry como en estas páginas, sólo
por eludir el dolor.
Allendy ha sido hoy un superhombre. Nunca seré capaz de describir nuestra charla. La intuición y la emoción la han impregnado toda. Hasta la última frase ha estado muy humano, muy honrado.
Yo había llegado de un humor confidente, abierto, pensando: «No quiero que Allendy me admire a no ser
que me conozca exactamente tal como soy.» Mi primer esfuerzo por ser totalmente sincera.
Antes que nada le he dicho que me avergonzaba de lo que le dije la última vez sobre su esposa. Se ha reído y ha dicho que ya lo había olvidado todo.
–¿Le preocupa alguna otra cosa? –me ha preguntado.
–Nada en particular, pero me gustaría preguntarle si mi intensa obsesión sensual es una reacción contra
una excesiva introspección. He leído a S amuel Putnam, y dice que «el modo más rápido de abandonar la
introspección es mediante la adoración del cuerpo, lo cual conduce a la intensidad sexual».
No recuerdo su respuesta exacta, pero relacionaba la palabra «obsesión» con una frenética búsqueda de la
satisfacción. ¿Por qué el esfuerzo? ¿Por qué la insatisfacción?
Siento una imperativa necesidad de contarle mi mayor secreto: en el acto sexual, no siempre experimento
el orgasmo.
Lo suponía desde el primer día. Yo hablaba del sexo con crudeza, valentía, provocación. No armonizaba
con mi personalidad. Era artificial. Revelaba incertidumbre.
–Pero, ¿sabes lo qué es un orgasmo?
–Sí, muy bien, de la época en que lo experimentaba, y sobre todo de la masturbación.
–¿Cuándo se ha masturbado?
–Una vez, en verano, en San Juan de Luz. Estaba insatisfecha y sentía un fuerte deseo sexual. –Me ha dado vergüenza admitir que cuando estuve sola dos días me masturbaba cuatro o cinco veces al día, y también lo hacía a menudo en Suiza, durante las vacaciones, y en Niza.
–¿Por qué sólo una vez? Todas las mujeres lo hacen, y muy a menudo.
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