Noir», con «Mitsouko», con jazmín, con madreselva. Podría escribir palabras hermosas que exhalarían el
potente olor de la miel de mujer y de la sangre blanca del hombre.
¡Louveciennes! Fin. Hugo me espera. Regresión. El pasado: el tren de Long Beach. Hugo en traje de golf.
Sus piernas extendidas junto a mí me excitan. He comprado yodo porque tiene repentinos dolores de muelas. Llevo un vestido de organdí, rígido y fresco, y una pamela con cerezas colgando en el lado derecho,
en una ondulación de la ancha ala. Los domingueros están encarnados, quemados por el sol, andrajosos,
feos. Yo regreso cargada con mi primer beso de verdad.
De nuevo en el tren, esta vez para encontrarme con Henry. Cuando voy así, con la pluma y el diario, me
siento extraordinariamente segura. Veo que tengo un agujero en el guante y un remiendo en la media. Todo porque Henry ha de comer. Y yo me alegro de poder darle a Henry seguridad y comida. En ciertos
momentos, cuando le miro en sus ilegibles ojos azules, tengo una sensación tal de felicidad torrencial que
me siento vacía.
Eduardo y yo íbamos a pasar la tarde juntos. Empezamos con un abundante almuerzo en la «Rotisserie
Reine Pédaque», establecimiento que le abre a uno el apetito. Conversación maliciosa, psicoanalítica. Fresas frescas. Eduardo está cariñoso, tierno, deseoso. De modo que digo: «¿Por qué no vamos al cine? Sé de
una película que deberíamos ver.»
Es obstinado. Pero yo no demuestro más compasión ni debilidad. Soy igual de obstinada. Eduardo con el
«Hotel Anjou» en mente. Yo con la sangre de Henry en las venas. Durante toda la comida no he dejado de
pensar cuánto me gustaría llevar a Henry allí. Servirle la comida de esos enormes platos de banquete de
cuento de hadas. Eduardo está muy enfadado, frío. «Te llevo a la Gare Saint Lazare. Aún puedes coger el
de las dos y veinticinco», me dice.
Pero yo he quedado con Henry a las seis. Paseamos un poco juntos y luego nos separamos, enfadados los
dos, casi sin palabras. Lo veo andar sin destino, desolado. Cruzo la calle y entro en «Prin-temps». Me
acerco al mostrador de collares, pulseras, y pendientes, que siempre me deslumbran. Me quedo allí plantada como un salvaje fascinado. Destellos. Amatista. Turquesa. Nácar rosado. Verde irlandés. Me gustaría
estar desnuda y cubrirme de frías joyas de cristal. Joyas y perfume. Veo dos anchos brazaletes de acero.
Me los pongo en seguida en las muñecas. Pago. Me compro carmín, polvos, laca de uñas. No pienso en
Eduardo. Voy a la peluquería, donde puedo estar sentada, quieta, paralizada. Escribo con la muñeca rodeada de acero.
Luego, Henry me hace preguntas. Me niego a responder. Recurro a trucos femeninos. Guardo el secreto
de mi fidelidad. Nos cogemos con fuerza del brazo mientras andamos por las calles de París. Una hora
peligrosa. Hoy ya he experimentado el placer de herir a Eduardo. Ahora quiero quedarme con Henry y
herir a Hugo. No soporto irme a casa sola mientras Henry se va a Clichy. Me atormenta el deseo que no
hemos podido satisfacer. Ahora es él el que teme mi locura.
Hoy Allendy dirige las preguntas inexorablemente. No puedo escapar. Cuando intento cambiar de tema,
me contesta pero regresa al que estoy eludiendo. Está confundido por lo que le digo de Eduardo, de mi
deseo de ser cruel con Hugo el mismo día y de los brazaletes. Evidentemente, ahora es Henry el favorecido. Pero, como Allendy parte de la base de que quiero a Eduardo, por fuerza ha de andar desorientado,
aunque ve con bastante claridad la lucha entre querer conquistar y querer ser conquistado.
En Henry busqué dominación, y me domina sexualmente, pero me engañó lo que escribía y su enorme
experiencia.
Allendy no comprendió lo de los brazaletes. Compré dos, dije, contradiciendo la sensación de satisfacción
por herir a Eduardo y a Hugo. En cuanto alcanzo la crueldad, quiero postrarme. Un brazalete para Hugo y
otro para Eduardo.
No me creo nada de eso; escogí las dos pulseras con una sensación de absoluta sujeción a Henry y de liberación de la ternura que me une a Hugo y a VGV&F