También me encantan sus defectos. Uno de ellos es la manía de buscar siempre las imperfecciones, una
demoníaca costumbre de contradecir. Pero, puesto que nos comprendemos tan bien, ¿importa que no sea
capaz de concebir que discutamos en serio por nada? Cuando me lo imagino hablando de June, veo a un
hombre muy dolido. El que tengo en los brazos no es nada peligroso para mí porque me necesita. Incluso
dice: «Es extraño, Anaïs, pero contigo me siento relajado. La mayoría de las mujeres me producen tirantez y tensión. Por eso me encuentro en unas condiciones óptimas.» Yo le proporciono una sensación de
absoluta intimidad, como si fuera su esposa.
Hugo está en la cama junto a mí y yo sigo escribiendo sobre Henry. Imaginarme a Henry sentado solo en
la cocina de Clichy me resulta intolerable. Sin embargo, estos días Hugo ha crecido. Los dos nos reímos
por ello. Ahora que ambos estamos libres de temores, vivimos de modo más fácil. Él ha estado de viaje
con un hombre del Banco, un hombre sencillo y alegre. Han bebido juntos, se han contado historietas
obscenas y han ido a bailar a salas de fiestas. Por fin Hugo se ha relacionado con hombres. Y le ha gustado. Yo le digo: «Vete. Haz muchos viajes. Los dos lo necesitamos. Juntos no estamos satisfechos. No nos
satisfacemos mutuamente.»
Pienso en Fred observando los sacrilegios de Henry contra el buen gusto: encender una cerilla en la suela
del zapato, echar sal en el páíé de foie gras, beber vinos no adecuados, comer chucrut. Y a mí todo eso me
encanta.
Ayer Henry recibió un telegrama de June: «Te echo de menos. Hemos de vernos pronto.» Henry está enfadado. «No quiero que venga June a torturarme a mí y a herirte a ti, Anaïs. Te quiero. No deseo perderte.
El otro día, en cuanto te fuiste empecé a echarte de menos. "Echar de menos" no es la expresión exacta;
"anhelarte" resulta mejor. Quiero estar casado contigo. Eres una joya preciosa, rara. Ahora te veo en todo
tu esplendor. Veo el rostro de la niña, la bailarina, la mujer sensual. Me has hecho feliz, muy feliz.»
Alcanzamos juntos el orgasmo con desespero y frenesí. Yo estoy tan extasiada que lloro. Quiero estar soldada a él.
–No soy yo –dice–. Es algo que has creado a partir de tu propia maravillosa personalidad. –Lo obligo a
admitir que es a él a quien amo, un Henry que conozco bien. Pero soy consciente del poder que tiene June
sobre los dos.
–June tiene poder sobre mí, pero a quien amo es a ti. Es diferente, ¿no te das cuenta?
–Así es como te amo yo –responde–. Y tú también tienes poder, pero de otro tipo.
–Lo que temo es que June nos separe no sólo físicamente sino por completo.
–No cedas ante June –dice Henry–. Conserva tu magnífica mente. Sé fuerte.
–Podría decirte lo mismo, pero sé que tu intelecto no te servirá de nada.
–Esta vez será diferente.
La amenaza. Hemos hablado. Guardamos silencio. Entra Fred en la habitación. Estamos haciendo planes
para que yo pase unos días con Henry antes de irme de vacaciones. Fred nos deja. Henry vuelve a besarme. Dios mío, qué besos. Cuando pienso en ellos no puedo dormir. Yacemos uno muy cerca del otro.
Henry dice que me arrebujo contra él como un gato. Le beso la garganta. Cuando su garganta asoma por
la camisa abierta me es imposible hablar, el deseo me turba. Le susurro con voz ronca al oído «te quiero»,
tres veces, en un tono que lo asusta. «Te quiero tanto que hasta quiero ofrecerte mujeres.»
Hoy no puedo trabajar porque las sensaciones de ayer están prestas a caer sobre mí desde la suavidad del
jardín. Están en el aire, en los olores, en el sol, en mí misma, como la ropa que llevo. Amar de esta manera es excesivo. Necesito tenerlo cerca en todo momento, más que cerca, dentro de mí.
Odio a June, sin embargo tengo presente su belleza. June y yo fundidas, como debería ser. Henry debe
tenernos a las dos. Yo también les quiero a los dos. ¿Y June? June lo quiere todo porque su belleza lo exige.
June, llévate todo lo que tengo, menos a Henry. Déjame a Henry. Tú no le necesitas. No le amas como yo
le amo ahora. Tú puedes amar a muchos hombres. Yo sólo amaré a unos pocos. Para mí
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