del libro de Fred, delicadas como una acuarela, o unas páginas del de Henry, que son como un volcán.
El esquema de mi vida se ha hecho añicos. Los jirones cuelgan a mi alrededor. De todo esto saldrán
grandes cosas. Adivino la fermentación. El tren que me lleva a Louveciennes hace que en mi mente se
agiten las frases como los dados en el cubilete.
El diario pierde solidez porque era producto de una íntima relación conmigo misma. Ahora se ve constantemente interrumpido por la voz de Henry, por una mano suya que se posa en mi rodilla.
Louveciennes es como un cofre, forrado de pétalos, tallado, dorado, con las paredes de hojas nuevas, de
flores, de senderos bien rastrillados, de letreritos con los nombres de las flores, de árboles viejos, de hiedra canescente y de muérdago. Lo llenaré con Henry. Mientras asciende la cuesta, lo recuerdo grave, ensimismado, mirando a las bailarinas. Al llamar al timbre pienso en una de las graciosas correcciones que
le ha hecho a mi libro. Una vez en mi habitación me quito la ropa interior manchada. Recuerdo frases suyas que saborearé durante la noche. Todavía guardo en la boca el sabor de su pene. Me arde la oreja a
causa de sus mordiscos. Quiero llenar el mundo de Henry, de sus diabólicas notas, plagios, distorsiones,
caricaturas, absurdos, mentiras, profundidades. También el diario estará lleno de Henry.
Sin embargo, le he dicho que había matado al diario. Se había burlado de él y yo acababa de descubrir el
placer vegetativo. Estaba tumbada en la cama después de comer, con el vestido rosa arrugado y manchado. El diario era una enfermedad. Estaba curada. No había escrito en tres días. Ni siquiera había escrito
nada de la intensa noche de charla, cuando oímos los pájaros, miramos por la ventana de la cocina y vimos el amanecer. Me había perdido muchísimos amaneceres. Lo único que me importaba era estar allí
tumbada con Henry. No volvería a escribir en el diario. Entonces dejó de burlarse. «Oh, no, qué lástima –
dijo–. El diario no debe morir. Lo echaría de menos.»
No murió. No encuentro otra manera de amar a mi Henry que llenar páginas de él cuando no está aquí para que lo acaricie y lo muerda. Esta mañana, cuando lo he dejado, estaba dormido. Me apetecía muchísimo besarlo. Estaba desesperada mientras llenaba sin hacer ruido la maleta negra. Hugo llegará dentro de
cuatro horas.
Henry ha dicho que en mi novela era curioso observar la diferencia existente entre la Anaïs que habla con
Hugo y la que habla con John. Con Hugo tengo un comportamiento juvenil, ingenuo, casi religioso. Con
John demuestro madurez y agilidad mental. Eso mismo ocurre ahora. A Hugo le doy explicaciones idealistas de mis actos, porque eso es lo que él quiere. Precisamente lo contrario de lo que le doy a Henry.
Henry dice que después de leer mi libro no puede volver a estar seguro de mí. Su espíritu mundano le
ayuda a captar toda revelación inconsciente, toda implicación. Creo que el libro ofendería a Hugo, mientras que Henry considera que a fin de cuentas, lo he ensalzado. Y es cierto. Henry me ayudó incluso a
eliminar unos pasajes en que debilitaba el carácter de Hugo. Pero no volveré nunca a escribir nada de
Hugo porque lo que escribo para él y sobre él es hipócrita y poco maduro. Escribo sobre él como se escribe sobre Dios, con una fe tradicional. Valoro mucho sus cualidades, pero no me inspiran. Todo eso ha
terminado. Y al abandonar mi constante esfuerzo por exaltar el amor que siento por Hugo, también abandono los últimos vestigios de mi inmadurez.
Recuerdo la tarde en que, después de leer mi diario de infancia, Henry vino a Louveciennes esperando
encontrar a una niña de once años. Todavía estaba emocionado por lo que había leído. Pero mi picardía
borró a la niñita y muy pronto estuvo excitado y empezó a decir locuras y a follarme. Yo deseaba triunfar
sobre la niña. Me negaba a ponerme sentimental, a retroceder. Era como un duelo. La mujer que hay en
mí es fuerte. Y Henry dijo que estaba embriagado de mirarme. Yo le dije que como marido no lo quería
(por qué, no lo sé). Me reí de su apasionamiento. Y un instante después de que se marchara ya quería que
volviera para amarlo ferozmente. Su seriedad y sentimentalismo germanos me habían conmovido más de
lo que deseaba admitir. ¡Heinrich! Me encantan sus preguntas instigadas por los celos, sus cínicas sospechas, su curiosidad. Las calles de París, los cafés y las putas le pertenecen. La literatura moderna también
le pertenece, escribe mejor que nadie. Toda potencia, desde el azote del viento hasta una revolución, le
pertenece.
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