Estoy perdiendo el miedo a dejarme ver desnuda. Me ama a mí. Nos reímos de que me esté engordando.
Me ha hecho cambiar de peinado porque no le gustaba el severo estilo español. Me lo he retirado de la
cara elevándolo por encima de las orejas. Tengo la sensación de que se me lleva el viento. Parezco más
joven. No trato de ser una femme fatale. No sirve de nada. Siento que me quieren por mí misma, por mi
interior, por cada una de las palabras que escribo, por mis timideces, mis penas, mis luchas, mis defectos,
mi debilidad. Yo amo a Henry del mismo modo. Ni siquiera soy capaz de odiar que corra hacia otras mujeres. Pese a su amor por mí, está interesado en conocer a Natasha y a Mona Paiva, la bailarina. Tiene una
curiosidad diabólica por la gente. Jamás había conocido a un hombre con tantas facetas, con tal variedad.
Un día de verano como hoy y una noche con Henry, no pido nada más.
Henry me enseña las primeras páginas de su nuevo libro, Black Spring. Ha comprendido mi novela y ha
escrito una fantástica parodia, incitado en parte por los celos y la rabia, porque la otra mañana, cuando me
marchaba, Fred me llamó desde su habitación y quiso besarme. Yo no se lo permití, pero Henry oyó el
silencio y se imaginó la escena y mi infidelidad. Las páginas me han entusiasmado, su perfección, su finura y agudeza, así como el tono fantástico. También hay en ellas poesía, y una secreta ternura. Ha hecho un
hueco especial en su interior para mí.
Esperaba que yo hubiera escrito al menos diez páginas sobre la noche que pasamos hablando hasta el
amanecer. Pero algo le ha ocurrido a la mujer del cuaderno. He vuelto a casa y me he sumergido en mi
disfrute de él como en un cálido día de verano. El diario pasa a segundo plano. Henry está por delante de
todo. Si no tuviera a June, lo abandonaría todo para vivir con él. Cada uno de sus distintos aspectos me
absorbe: el Henry que corrige mi novela con sorprendente atención, con interés, con sarcasmo, con admiración, con plena comprensión; el Henry inseguro, extraordinariamente modesto; Henry, el demonio
que me sonsaca y toma diabólicas notas; el Henry que oculta sus sentimientos a Fred y demuestra conmigo una tremenda ternura. Anoche, en la cama, medio dormido, todavía seguía murmurando: «Eres tan maravillosa que no ha nacido el hombre que te merezca.»
Me ha vuelto más sincera conmigo misma, y luego me dice:
–Tú me das tanto, tanto, y yo no te doy nada.
A él también le falta confianza. Se encuentra incómodo en ciertas situaciones sociales, sólo con que sean
mínimamente chic. No está seguro de mi amor. Cree que soy extremadamente sensual y que por lo tanto
podría fácilmente dejarlo por otro hombre, y a éste por otro. Yo me río. Sí, claro que me encantaría que
me follaran cinco veces al día, pero tendría que estar enamorada. Desde luego, eso es una desventaja, un
inconveniente. Y sólo puedo amar a un hombre. «Quiero que yo sea el último –dice Henry–. Me encanta
que seas promiscua. Cuando te interesaste por Montparnasse me preocupaste muchísimo. –Y empieza a
besarme–. Me has conquistado, Anaïs.» A veces tiene unas caricias juguetonas, casi infantiles. Nos frotamos la nariz, me muerde las pestañas o me pasa el dedo por el borde de la cara. Entonces veo un Henry
que me recuerda a un gnomo, pequeño, tierno.
Fred está seguro de que Henry me está haciendo daño. Pero eso ya no es posible. Ni siquiera su infidelidad me hace daño. Además, necesito menos ternura. Henry me está endureciendo. Cuando descubro que
no le gusta mi perfume porque es demasiado delicado, al principio me siento un poco confundida. A Fred
le encanta «Mit-souko», pero a Henry le gustan los perfumes acres, fuertes. Siempre busca la afirmación,
la fuerza.
Es como pedirme que me cambie de peinado porque le gusta ver algo salvaje en el cabello. Cuando pronuncia la palabra «salvaje» respondo como si la esperara. Cabello salvaje. Me pasa las manos robustas y
firmes por el cabello. Cuando dormimos tiene mi cabello en la boca. Y cuando entrelazo las manos detrás
de la cabeza y me levanto el pelo al estilo griego, exclama: «Así es como me gusta.»
En Clichy me encuentro como en mi casa. Hugo no me es necesario. Yo sólo le aporto la fatiga de las noches sin dormir, una alegre fatiga. De madrugada, cuando salgo de puntillas del piso de Henry, los obreros
de Clichy ya están despiertos. Me llevo el diario rojo, pero no es más que una costumbre, porque no hay
en él ningún secreto; Henry ha leído todos los diarios (éste todavía no). También me llevo unas páginas
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