HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 67

Henry es inusual. Le estoy proporcionando a Henry coraje para dominar y deslumbrar a June. Se está llenando de la fuerza que le transmite mi amor. Cada día digo que no puedo amarlo más, y cada día encuentro en mí más amor para él. Heinrich, ha terminado otro hermoso día en tu compañía, siempre demasiado temprano. Y todavía no estoy vacía de amor. Ayer te amaba cuándo estabas sentado; sobre tu cabello rubio grisáceo se proyectaba la luz y tu piel nórdica transparentaba la sangre caliente. La boca abierta, sensual. La camisa abierta. Tenías en las gruesas manos la carta de tu padre. Pienso en tu infancia, transcurrida en la calle, en tu grave adolescencia –pero siempre sensual–, muchos libros. Sabes que los sastres se sientan como los árabes, inclinados sobre su trabajo. A los cinco años aprendiste a cortar un par de pantalones. Escribiste el primer libro durante unas vacaciones de dos semanas. Tocabas jazz al piano para que bailaran los adultos. A veces te mandaban a buscar a tu padre al bar. Eras tan pequeño que te metías por debajo de las puertas vaivén. Entonces le tirabas de la chaqueta. Bebías cerveza. Aborreces besarle la mano a una mujer. Te burlas del gesto. Estás muy elegante vestido con tus trajes de segunda mano, con tu ropa vieja. Ahora conozco tu cuerpo. Sé de qué maldades eres capaz. Para mí eres algo que no he leído en tus escritos y de lo cual no me han hablado ni June ni tus amigos. Todo el mundo asocia contigo el ruido y la fuerza. Pero yo he oído y he percibido la suavidad. Al hablar de ti he de usar palabras de otras lenguas. En la mía me vienen a las mientes: ardiente, salvaje, hombre. Quiero estar donde tú estés. A tu lado aunque estés dormido. Henry, bésame las pestañas, ponme los dedos en los párpados. Muérdeme la oreja. Retírame el cabello. He aprendido a desabrocharte de prisa. Todo, en la boca, chupando. Tus dedos. El calor. El frenesí. Nuestros gritos de satisfacción. Uno por cada impacto de tu cuerpo contra el mío. Cada golpe una punzada de alegría. En espiral. Hasta el centro. Las entrañas palpitan, se contraen y se dilatan, se abren y se cierran. Los labios temblorosos, las lenguas de serpiente vibrantes. Ah, la ruptura... una célula sanguínea explota de alegría. Disolución. Estamos los tres sentados en el sofá, mirando un mapa de Europa. Henry me pregunta: –¿Todavía te sigues engordando? –Sí, continuamente. –Ay, Anaïs, no te engordes –dice Fred–. A mí me gustas; como eres. Henry sonríe. –Pero a Henry le gustan los cuerpos a lo Renoir –digo yo. –Es verdad –dice Henry. –Sin embargo a mí me gusta la esbeltez. Me encantan los pechos virginales. –A quien tendría que querer es a ti, Fred. Fue un error. Henry no sonríe. Ahora conozco sus expresiones de celos, pero Fred y yo continuamos la broma. –Fred, después de pasar dos días con Henry, pasaré dos días contigo, en un hotel, y así podré llevar a Henry después. Le encanta que lo lleve a hoteles donde yo ya he estado. Dos días. –Desayunaremos en la cama. Perfume «Mitsouko». Un hotel chic, ¿verdad? –Hacer bromas está bien –me dice Henry después–, pero, Anaïs, no me atormentes. Estoy celoso, muy celoso. –Yo siento ganas de reír porque ya se me Habían olvidado los cuerpos a lo Renoir y los pechos vi &v