hasta entonces habían aflorado a la superficie.
Intelectualmente me lo esperaba, y sin embargo me desmoroné. Sentí un agudo conflicto entre ayudarlo a
aceptar su propia naturaleza y preservar nuestro amor. En tanto le pedía perdón por mi debilidad, sollocé.
Se mostró tierno y desesperadamente arrepentido; me hizo alocadas promesas que no acepté. Cuando cesó
mi dolor, salimos al jardín.
Le propuse todo tipo de soluciones. Uno era que me dejara marchar a Zurich a estudiar para dejarle temporalmente en libertad. Nos dábamos plena cuenta de que no éramos capaces de hacer frente a nuestras
nuevas experiencias ante los ojos del otro. Otra era dejarle vivir en París durante un tiempo: yo me quedaría en Louveciennes y le diría a mi madre que él se encontraba de viaje. Lo único que yo pedía era tiempo
y distancia entre nosotros, que me permitieran enfrentarme a la vida a la que nos estábamos lanzando.
Él rehusó. Dijo que en aquel momento no podría soportar mi ausencia. Sencillamente, habíamos cometido
un error: habíamos progresado con demasiada rapidez. Habíamos provocado problemas que, físicamente,
éramos incapaces de afrontar. Él estaba agotado, casi enfermo, y yo también.
Nuestro deseo es disfrutar de nuestra nueva intimidad durante cierto tiempo, vivir enteramente en el presente, posponer todo lo demás. Únicamente nos pedimos tiempo para volver a ser razonables, para aceptarnos a nosotros mismos y a las nuevas condiciones.
–¿El deseo de orgías es una de esas experiencias que es preciso vivir? –pregunté yo a Eduardo–. Y, una
vez vividas, ¿se puede seguir adelante, sin volver a sentir idénticos deseos?
–No. –dijo–. Una vida de liberación de los instintos se compone de diferentes estratos. El primero conduce al segundo, el segundo al tercero y así sucesivamente. Al final, se llega a los placeres anormales. No
sabía cómo Hugo y yo podíamos preservar nuestro amor en esta liberación de los instintos. Las experiencias físicas, puesto que están faltas de la alegría del amor, requieren de artilugios y de perversiones para
conseguir el placer. El placer anormal anula el gusto por el normal.
Todo esto, Hugo y yo lo sabíamos. Anoche, cuando hablamos, juró que no deseaba a nadie más que a mí.
También yo estoy enamorada de él, de modo que vamos a dejar este asunto en un segundo plano. Sin embargo, la amenaza de esos instintos díscolos está ahí, en el propio amor que sentimos.
NOVIEMBRE 1931
Nunca hemos sido tan felices n