DICIEMBRE 1931
He conocido a Henry Miller.
Vino a comer a casa con Richard Osborn, un abogado a quien tuve que consultar sobre el contrato del libro de D. H. Lawrence.
Al salir él del coche y dirigirse a la puerta, donde yo esperaba, vi a un hombre que encontré agradable. En
sus escritos es ostentoso, viril, animal, magnífico. «Un hombre que se emborracha de vida –pensé–. Como
yo.»
En mitad de la comida, mientras hablábamos seriamente de libros y Richard se había abandonado a una
larga perorata, Henry se echó a reír.
–No es de ti de quien me río, Richard –dijo–, pero no puedo evitarlo. Me importa un comino, ni un comino siquiera, quién tiene razón. Soy demasiado feliz. En este preciso instante me siento feliz con todos los
colores que me rodean, y el vino. Es un momento maravilloso, maravilloso. –Poco faltó para que se le saltaran las lágrimas de la risa. Estaba borracho. También yo lo estaba bastante. Tenía calor y me sentía mareada y contenta.
Charlamos durante horas. Henry dijo las cosas más ciertas y profundas que he oído, y tiene una peculiar
manera de decir «hmmm» en tanto se adentra en su propio viaje introspectivo.
Antes de conocer a Henry estaba absolutamente dedicada a mi libro sobre D. H. Lawrence. Será publicado por Edward Titus y estoy trabajando con su ayudante, Lawrence Drake.
–¿De dónde es usted? –me preguntó en nuestro primer encuentro.
–Soy mitad española, mitad francesa. Pero me crié en América.
–Desde luego, ha sobrevivido al transplante. –Parece que hable despectivamente, pero yo sé que es una
falsa apariencia.
Emprende el trabajo con un tremendo entusiasmo y rapidez. Yo se lo agradezco. Me llama romántica. Me
enfado.
–¡Estoy harta de mi propio romanticismo!
Tiene una cabeza interesante: una vívida e intensa expresión en sus ojos negros, cabello negro, piel aceitunada, boca y nariz sensuales, un buen perfil. Se diría español, pero es judío, ruso, según me ha contado.
Me resulta enigmático. Parece puro y fácilmente vulnerable. Pongo cuidado al hablar.
Cuando me lleva a su casa a corregir las pruebas, me dice que le parezco interesante. Ignoro por qué. Da
la impresión de que posee enorme experiencia, ¿por qué va a sentir interés por una principiante? Hablamos en una especie de esgrima verbal. Trabajamos, no demasiado bien. No me fío de él. Cuando me dirige la palabra con amabilidad, tengo la sensación de que se está aprovechando de mi inexperiencia. Cuando me abraza, tengo la impresión de que se divierte con una muchachita demasiado tensa y ridícula.
Cuando él se pone más tenso, desvío la cara de la nueva experiencia de su bigote. Mis manos están frías y
húmedas. Le digo con franqueza:
–No deberías flirtear con una mujer que no sabe flirtear.
Encuentra mi seriedad divertida. Me dice:
–Tal vez eres el tipo de mujer que no hiere a los hombres. –Se ha sentido humillado. Creyendo que he dicho «me fastidias», se aparta de un- salto como si lo hubiera mordido. No digo yo esas cosas. Es enormemente impetuoso, enormemente fuerte, pero no me fastidia. Respondo al cuarto o quinto beso. Comienzo a sentirme embriagada. Me pongo en pie y digo incoherentemente:
–Me voy. No puedo si no hay amor.
Me hace pequeñas bromas. Me mordisquea las orejas y me besuquea; a mí me gusta su fiereza. Me empuja al sofá, pero consigo zafarme. Soy consciente de su deseo. Me gusta su boca y la fuerza experta de sus
brazos, pero su deseo me espanta, me repele. Creo que es porque no lo amo. Me ha excitado pero no lo
amo, no lo deseo. En cuanto me doy cuenta de esto (su deseo apunta hacia mí y es como una espada entre
nosotros), me libero y me marcho sin herirle en parte alguna.
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