HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 48

En la primera página de un precioso cuaderno de tapas color violeta que me ha regalado Eduardo, con una inscripción ya he escrito el nombre de Henry. No quiero ningún doctor Allendy No quiero ningún análisis paralizante. Sólo vivir. ABRIL 1932 Cuando Henry oye la hermosa, vibrante, leal y conmovedora voz de Hugo por teléfono, se enfada por la amoralidad de las mujeres, de todas las mujeres, de las mujeres como yo. Él practica todas las deslealtades, todas las traiciones, pero la infidelidad de una mujer le duele. Y yo estoy muy incómoda cuando se encuentra de ese humor porque me siento fiel al vínculo existente entre Hugo y yo. Nada de lo que vivo fuera del círculo de nuestro amor lo altera ni lo disminuye. Al contrario, lo amo más porque lo amo sin hipocresía. Pero la paradoja me atormenta profundamente. No es cosa de menospreciar el que no sea más perfecta que Hugo ni más parecida a él, pero ello no es sino la otra cara de mi ser. Henry comprendería que lo abandonara por consideración hacia Hugo, mas hacerlo demostraría hipocresía por mi parte. Sin embargo, una cosa si es cierta: si un día me viera obligada a elegir entre Hugo y Henry, escogería a Hugo sin dudarlo. La libertad que me he dado en nombre de Hugo, como un regalo suyo, no hace sino acrecer la riqueza y la potencia de mi amor por él. La amoralidad, o una moralidad más complicada, tiene como finalidad la lealtad suprema y pasa por alto la inmediata y literal. Comparto con Henry una ira, no provocada por las imperfecciones de las mujeres, sino por lo asqueroso que es vivir, cosa que quizás este libro proclama con mayor fuerza que todas las maldiciones de Henry. Henry me amenazó con emborracharme totalmente, lo cual sólo sucedió al leer las empolvadas y cristalizadas cartas de Fred a Céline. Nuestra charla se quiebra y salpica como un caleidoscopio. Cuando Henry se va a la cocina, Fred y yo hablamos como si hubiéramos tendido un puente de fortaleza a fortaleza y no pudiéramos retener nada. Las palabras, como una procesión, atraviesan a toda prisa un puente que generalmente está levantado y que incluso se ha oxidado a causa del amor a la soledad. Y ahí está Henry, en constante comunicación con el mundo, como si estuviera eternamente sentado a la cabecera de un gigantesco banquete. En la pequeña cocina, sin movernos, casi nos tocamos los tres. Henry se movió para ponerme una mano en el hombro y besarme y Fred apartó los ojos para no verlo. Yo me sentía doblegada por los dos tipos de amor: la calidez de Henry, su voz, sus manos, su boca; y los sentimientos de Fred hacia mí, que alcanzaban una región más delicada. En tanto Henry me besaba, quería extender la mano hacia Fred y tener ambos amores. Henry rebosaba generosidad universal. –Te ofrezco a Anaïs, Fred. Ya ves cómo soy. Quiero que todo el mundo ame a Anaïs. Es maravillosa. –Es demasiado maravillosa –dijo Fred–. No te la mereces. –Eres una avispa –exclamó Henry, el gigante herido. –Además –agregó Fred–, no me has entregado a Anaïs. Yo tengo mi propia Anaïs, distinta de la tuya. La he hecho mía sin pedíroslo a ninguno de los dos. Quédate toda la noche, Anaïs. Te necesitamos. –Sí, sí –exclamó Henry. Tomo asiento como un ídolo y es Fred el que critica al gigante porque no me adora. –Maldita sea, Anaïs –dijo Henry–, no te adoro pero te amo. Creo que puedo darte tanto como Eduardo, por ejemplo. No podría hacerte daño. Cuando te veo ahí sentada, tan frágil, sé que no te haré daño. –No quiero que me adoren –dice el ídolo–. Me das... bueno, lo que me das es preferible a la adoración. A Fred le tiembla la mano cuando me ofrece un vaso de vino. El vino excita el centro de mi ser, que vibra. Henry sale un momento. Fred y yo permanecemos en silencio. Es Fred el que ha dicho: «No, no me gustan los grandes banquetes. Me encantan las cenas como ésta, para dos o tres.» Volvemos a quedarnos callados, me siento decaída. Regresa Henry y le pide a Fred que nos deje. Apenas acaba de cerrar la puerta tras de sí, cuando Henry y yo estamos ya saboreando la carne el uno del otro. Caemos juntos en nuestro mundo salvaje. Me muerde. Me hace crujir los huesos. Me hace tumbarme con las piernas bien abiertas y 48