HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 47

los padres de Henry. Este amor a la crueldad los une indisolublemente. Ambos se complacerían en humillarme, en destruirme. El pasado es como un peso insoportable, como una maldición, la fuente de todos los movimientos que hago, de todas las palabras que pronuncio. En ciertos momentos, el pasado me superó y Henry retrocede a la irrealidad. Una terrible reserva, una pureza artificial me envuelve, y me aíslo completamente del mundo. Hoy soy la jeune filie de Richmond Hill, que escribe en una mesa de un blanco marfileño sobre insignificancias. No temo a Dios, y sin embargo el miedo no me deja dormir por las noches, el miedo al demonio. Si creo en el demonio, he de creer en Dios. Y si el mal me resulta aborrecible, he de ser una santa. Henry, sálvame de la beatificación, de los horrores de la estática perfección. Precipítame al infierno. Ver a Eduardo ayer cristalizó mi estremecimiento mental. Escuché sus explicaciones de mis sentimientos. Parecen muy plausibles. De repente me he vuelto fría con Henry porque he sido testigo de la crueldad con que trata a Fred. La crueldad ha protagonizado el gran conflicto de mi vida. Vi crueldad en mi infancia –la crueldad de mi padre para con mi madre y sus sádicos castigos de mis hermanos y de mí– y la compasión que sentía por mi madre alcanzaba la histeria cuando mi padre y ella se peleaban, actos que luego me paralizaban. Crecí con tal incapacidad para la crueldad que se convierte en debilidad. Al ver un pequeño aspecto de ella en Henry me di cuenta de las demás crueldades que comete. Y, lo que es más, Fred despertó en mí toda la reserva, y me llenó de recuerdos de mi infancia, que es lo que Eduardo califica de regresión, volver a un estadio infantil, lo cual podría impedir que avanzara hacia la madurez. Yo quería confiar en alguien, incluso dejarme guiar. Eduardo dijo que había llegado el momento de hacerme psicoanalizar. Hacía tiempo que lo esperaba. Él podía ayudarme a hablar de las cosas, pero sólo el doctor Allendy podía ser el guía, un padre (a Eduardo le encanta tentarme con la figura del padre). ¿Por qué insistí en hacer de Eduardo mi psicoanalista? No logré con ello más que posponer la verdadera tarea. –Es posible que me guste mirarte con admiración –dije. –¿En lugar de la otra relación que desprecias? La charla me pareció sumamente efectiva. Tenía ya ganas de cantar. Hugo estaba en una reunión de trabajo. Eduardo continuó analizando. Estaba extraordinariamente guapo. Durante toda la cena me sentí turbada por su frente y sus ojos, su perfil, su boca, su expresión astuta –la perversa satisfacción de contemplar interiormente sus secretos. Su enorme hermosura la asimilé después, al desearme, aunque la recibí como uno inspira aire para respirar, o traga un copo de nieve, o toma el sol. Mi risa le hizo perder la seriedad. Le hablé del encanto de su rostro y de sus ojos verdes. Lo deseé y lo hice mío, un amante ocasional. Pero un mal psicoanalista, bromeé, porque le hizo el amor a su paciente. Mientras subía al piso de arriba a peinarme, sabía que al día siguiente correría a ver a Henry. Lo único que hace para combatir mis fantasmas es empujarme contra la pared de su habitación y besarme, decirme en un susurro lo que desea mi cuerpo hoy, qué gestos, qué actitudes. Yo obedezco y disfruto de él hasta el frenesí. Salvamos a toda prisa fantasmagóricos obstáculos. Ahora sé por qué he amado a Henry. Hasta Fred, antes de dejarnos, parecía menos trágico, y le confesé a Henry que no deseaba un amor perfecto de él, que sabía que estaba cansado de todo eso, igual que yo, que sentía un acceso de sensatez y de humor y que nada podía detener nuestra relación hasta que quisiéramos hacer de nuevo el amor. Por primera vez, creo que comprendo lo que es el placer. Y me alegro de haberme reído tanto anoche, de haber cantado esta mañana y de acercarme irresistiblemente a Henry. (Eduardo todavía estaba aquí cuando me he marchado, con el paquete de las cortinas de Henry.) Justo antes de esto, mi hermano Joaquín y Eduardo estaban hablando de Henry, en mi presencia. (Joaquín ha leído mi diario.) Piensan que Henry es una fuerza destructiva que me ha elegido a mí, la más creativa de las fuerzas, para poner a prueba su poder, que yo he sucumbido a la magia de toneladas de literatura (es cierto que me encanta la literatura), que me salvaré –se me ha olvidado cómo, pero a pesar de mí misma. Y mientras estaba allí tumbada, contenta ya porque había decidido que tendría a mi Henry hoy, sonreía. 47