¿Es siempre tan importante cómo le aman a uno? ¿Es tan imperativo que te amen absolutamente o intensamente? ¿Diría Fred que soy capaz de amar porque amo a los demás más que a mí misma? ¿O es Hugo
el que ama cuando va tres veces a buscarme a la estación porque se me han escapado tres trenes? ¿O es
Fred, con su nebulosa, poética y delicada comprensión? ¿O amo más cuando le digo a Henry: «Los destructores no siempre destruyen. June no te ha destruido. En el fondo eres escritor. Y el escritor está vivo»?
–Henry, dile a Fred que podemos ir a buscar las cortinas mañana.
–Yo también voy –dijo Henry repentinamente celoso.
–Pero sabes que Fred quiere verme a mí, hablar conmigo. –Los celos de Henry me complacieron–. Dile
que podemos encontrarnos en el mismo sitio de la última vez.
–A eso de las cuatro.
–No, a las tres. –Pensé que la última vez que nos habíamos visto no habíamos tenido tiempo suficiente. El
rostro de Henry es impenetrable. Nunca descubro en él ningún signo de lo que siente.
Sí, hay transiciones, cuando está acalorado y excitado, o serio y enmendado, u observador e introspectivo.
Los azules ojos son analíticos, como los de un científico, o están húmedos de sentimiento. Cuando están
húmedos me emociono hasta la punta de los pies porque recuerdo un relato de su infancia. Sus padres (su
padre era sastre) se lo llevaban en las salidas que hacían los domingos, de visita, y arrastraban al niño todo
el día y hasta altas horas de la noche. Iban a casa de sus amigos a jugar a cartas y fumar. El humo se hacía
cada vez más denso y a Henry le dolían los ojos. Lo acostaban en la cama de al lado de la sala de estar
con toallas húmedas sobre los ojos inflamados.
Ahora se le cansan los ojos de leer las pruebas del periódico; me gustaría liberarlo de ello, pero no puedo.
Anoche no podía dormir. Me imaginaba que estaba de nuevo en casa de Natasha con Henry. Quería revivir el momento en que se corrió en mi interior estando de pie. Me enseñó a rodearlo con las piernas. Esas
prácticas son tan nuevas para mí que me dejan perpleja. Después estalla el placer de los sentidos porque
ha liberado una nueva clase de deseo.
–Anaïs, te siento, siento tu calor hasta los pies.
Para él también es como un rayo. Siempre le asombra mi calidez.
No obstante, muchas veces, la pasividad del papel de la mujer me oprime, me sofoca. Más que esperar el
placer de él, me gustaría tomarlo, actuar salvajemente. ¿Es eso lo que me empuja al lesbianismo? Me aterra. ¿Fingen, pues, las mujeres? ¿Se acerca June a Henry cuando lo desea? ¿Lo monta? ¿Lo espera? Él
guía mis inexpertas manos. Estar con él es como un incendio forestal. Enciende y excita nuevos puntos de
mi cuerpo. Es un incendiario. Lo dejo en una fiebre inextinguible.
Acabo de apartarme de la ventana abierta de mi habitación, donde me había apostado para inspirar profundamente el sol, las campanillas, el azafrán, las prímulas, el gorjeo de las palomas, los trinos de los pájaros, la procesión entera de vientos suaves y olores frescos, de colores débiles y cielos de tacto de pétalo,
los viejos árboles nudosos marrón grisáceo, las proyecciones verticales de las ramas jóvenes, la parda tierra húmeda, las ra