»Me he portado bien contigo. Pero te advierto, no soy ningún ángel. Pienso principalmente que estoy un
poco borracho. Me voy a la cama; resulta demasiado doloroso permanecer despierto. Soy insaciable. Te
pediré que hagas lo imposible. No sé lo qué es. Probablemente tú me lo dirás. Eres más rápida que yo. Me
encanta tu coño, Anaïs, me vuelve loco. Y tu manera de pronunciar mi nombre. ¡Dios mío, parece irreal!
Escucha, estoy muy ebrio. No soporto estar aquí solo. Te necesito. ¿Puedo decírtelo todo? Puedo, ¿verdad? Ven en seguida y fóllame. Descarga conmigo. Rodéame con las piernas. Caliéntame.»
Tuve la impresión de que estaba leyendo sus sentimientos más inconscientes. Sentí que la vida entera me
abrazaba, en esas palabras. Sentí un supremo desafío para con mi adoración de la vida y sentí deseos de
abandonarme, de entregarme a la vida plena, que es Henry. ¡Qué de sensaciones nuevas despierta en mí,
qué nuevos tormentos, nuevos temores y nueva valentía!
No he tenido ninguna carta de él desde nuestro día. Sintió un tremendo alivio, satisfacción, fatiga, justamente igual que yo.
¿Y luego?
Vino ayer a Louveciennes. Un Henry nuevo, o más bien el Henry que se esconde detrás del Henry conocido, el Henry que hay más allá de lo que ha escrito, más allá del conocimiento directo, mi Henry, el
hombre a quien ahora amo tremendamente, demasiado, peligrosamente.
Estaba muy serio. Había recibido una carta de June, a lápiz, irregular, absurda, infantil, enternecedora,
simple, expresión de su amor por él. «Esa carta lo borra todo.» Sentí que había llegado el momento de
desprenderme de mi June, de darle a mi June, «porque –dije– así la amarás más. Es una June muy hermosa. Otras veces he tenido la impresión de que te reirías de mi retrato, te burlarías de su ingenuidad. Hoy sé
que no lo harás.»
Le leí todo cuanto había escrito en mi diario sobre June. ¿Qué ocurre? Está muy emocionado, turbado.
Cree. «Así es cómo yo debería haber escrito sobre June. Lo demás resulta incompleto, superficial. Tú la
has captado, Anaïs.» Pero espera. Ha dejado la dulzura, la ternura fuera de su trabajo, no ha escrito sino
del odio, de la violencia. Yo únicamente he incluido lo que él ha dejado fuera. Sin embargo no lo ha omitido porque no lo sienta, no lo sepa, o no lo comprenda (como piensa June), sino porque es más difícil de
expresar. Sus escritos hasta ahora sólo han nacido de la violencia, le han sido arrancados, los golpes le
han hecho gemir y maldecir. Y ahora se halla en reposo y yo confío en él plenamente, en el Henry sensible, profundo. Está ganado.
–Ese amor es maravilloso, Anaïs –dice–. Ni lo odio ni lo desprecio. Me doy cuenta de lo que os aportáis,
la una a la otra. Lo veo perfectamente. Lee, lee, esto es una revelación para mí.
Leo y tiemblo, hasta nuestro beso. Lo comprende perfectamente.
–Anaïs –dice de repente–, acabo de darme cuenta de que lo que yo te doy es burdo y simple, comparado
con eso. Me doy cuenta de que cuando June regrese...
–No sabes lo que tú me has dado –le interrumpo–. No es ni burdo ni simple. Hoy, por ejemplo... –me
ahogo ante tantos sentimientos enredados. Quisiera decirle cuánto me has dado. Nos oprime idéntico temor–. Ahora ves a una June hermosa.
–No, ¡la odio!
–¿Que la odias?
–Sí, la odio –dice Henry–, porque por tus notas advierto que somos víctimas suyas, que te ha engañado,
que sus mentiras sólo tienen un objetivo, destructivo y pernicioso. Solapadamente, pretende deformarme
ante tus ojos, y a ti ante los míos. Si June regresa, nos enfrentará. Me da miedo.
–Entre nosotros existe algo, Henry, una unión que June no puede comprender ni asimilar.
–La mente –murmuró.
–Por eso nos odiará, sí, y luchará con sus propias armas.
–Y sus armas son los embustes.
Ambos somos plenamente conscientes del poder que sobre nosotros tiene, de los nuevos lazos que nos
unen.
–Si tuviera medios para hacer que June volviera, ¿querrías que lo hiciese? –le pregunté.
39