Y aquí tropiezo, a causa de la inexperiencia, cegada por la intensidad y el salvajismo de esas horas. Recuerdo solamente su voracidad, su energía, el descubrimiento por su parte de mis n,--------gas, que encuentra bonitas, y, ¡ay!, el fluir de la miel, el paroxismo de la alegría, horas y horas de coito. ¡Igualdad!
Las profundidades que ansiaba, la oscuridad, la finalidad, la absolución. La parte inferior de mi ser es alcanzada por un cuerpo que subyuga al mío, que inunda el mío, que retuerce su inflamada lengua dentro de
mí con fuerza.
–Dime, dime lo que sientes –grita.
Y no puedo. Tengo sangre en los ojos, en la cabeza. Las palabras se ahogan. Quiero gritar como una salvaje, sin palabras, gritos inarticulados, sin sentido, procedentes del fundamento más primitivo de mi ser,
manando de mis entrañas como la miel.
Alegría lacrimosa, que me deja sin arte, sin palabras, conquistada, silenciada.
Dios mío, he conocido el día, las horas de femenina sumisión, tamaña entrega de mí misma que no puede
quedar ya nada más que entregar.
Pero miento. Lo adorno. Mis palabras no son lo suficientemente profundas, ni lo suficientemente salvajes.
Disfrazan, ocultan. No descansaré hasta haber relatado mi descenso a una sensualidad que era tan oscura,
tan magnífica, tan salvaje como mis momentos de creación mística han sido deslumbrantes, extáticos,
exaltados.
Antes de encontrarnos aquel día, me había escrito: «Lo único que puedo decir es que estoy loco por ti. He
tratado de escribir una carta y no he podido. Espero con impaciencia el momento de verte. El martes está
muy lejos. Y no sólo el martes, ¿cuándo te quedarás a pasar la noche?, ¿cuándo podré tenerte durante un
período largo de tiempo? Para mí es un tormento verte tan sólo unas horas y luego entregarte. Cuando te
veo, todo cuanto quiero decir se desvanece. El tiempo es precioso y las palabras contingentes. Pero tú me
haces feliz porque puedo hablarte. Me gusta tu luminosidad, tus preparativos para el vuelo, tus piernas
poderosas, el calor que guardas entre ellas. Sí, Anaïs, quiero desenmascararte. Soy demasiado galante
contigo. Quisiera mirarte larga y ardientemente, levantarte el vestido, hacerte mimos, examinarte. ¿Sabes
que apenas te he mirado? Estás rodeada aún de una aureola demasiado sagrada. No sé cómo decirte lo que
siento. Vivo en una perpetua esperanza. Llegas y el tiempo se esfuma como un sueño. Hasta que te has
marchado no me doy perfecta cuenta de tu presencia. Y entonces es demasiado tarde. Me aturdes. Intento
imaginarme tu vida en Louveciennes y no puedo. ¿Tu libro? También eso me parece irreal. Sólo cuando
vienes y te miro, la imagen se hace clara. Pero te marchas tan de prisa que no sé qué pensar. Sí, veo la leyenda de Poushkin claramente. Te veo en mi mente sentada en ese trono, rodeado el cuello de joyas, sandalias, grandes anillos, las uñas pintadas, una extraña voz española, viviendo una especie de mentira que
no es tal sino un cuento de hadas. Es una pequeña Anaïs bebida. Me digo a mí mismo: "Ésta es la primera
mujer con quien puedo ser absolutamente sincero." Recuerdo que dijiste: "Podrías engañarme; no me daría cuenta." Cuando ando por los bulevares pienso en eso y me es imposible engañarte; sin embargo, me
gustaría. Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal, no está dentro de lo que soy capaz. Me gustan
las mujeres, o la vida, demasiado... No sé cuál de las dos cosas. Pero ríe, Anaïs. Me encantaría oírte reír.
Eres la única mujer que tiene un sentido de la alegría, una sabia tolerancia; no, es más, parece que me instas a que te traicione. Por eso te amo. Y ¿qué es lo que te lleva a hacer eso, el amor? Es hermoso amar y
ser libre al mismo tiempo.
»No sé lo que espero de ti, pero es algo parecido a un milagro. Te voy a exigir todo, hasta lo imposible,
porque me animas a ello. Eres realmente fuerte. Me gusta incluso tu engaño, tu traición. Me parece aristocrático. (¿Suena inapropiada la palabra aristocrático en mi boca?)
»Sí, Anaïs, pensaba en cómo traicionarte, mas no puedo. Te deseo. Quiero desnudarte, vulgarizarte un
poco... no sé, ay, lo que me digo. Estoy un poco bebido porque tú no te encuentras aquí. Me gustaría dar
una palmada y voilá, ¡Anaïs! Quiero que seas mía, usarte, follarte, enseñarte cosas. No, no siento aprecio
por ti, ¡no lo permita Dios! Tal vez quiera hasta humillarte un poco, ¿por qué? ¿por qué? ¿Por qué no me
arrodillo ante ti y te adoro? No puedo, te amo alegremente. ¿Te gusta eso? Y querida Anaïs, soy tantas cosas. Ves solamente las cosas buenas ahora, o al menos eso es lo que me haces creer. Quiero tenerte al menos un día entero conmigo. Quiero ir a sitios contigo, poseerte. No sabes lo insaciable que soy, ni lo miserable. Además de egoísta.
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