–¿Te alegras –pregunta Eduardo– de que quiera escribir, trabajar, de que esté exaltado en lugar de deprimido?
–Sí.
–La verdadera prueba llegará cuando quieras hacer uso de tu poder sobre los hombres destructiva y
cruelmente. –¿Llegará ese momento?
Le hablo a Hugo de mi diario imaginario de una mujer poseída, lo cual lo reafirma en su creencia de que
todo es falso menos nuestro amor.
–Pero, ¿cómo sabes que no existe ese diario? ¿Cómo sabes que no te miento?
–Es posible que me mientas –dice.
–Tienes una mente muy dócil.
–Dame realidades que combatir. Mi imaginación lo estropea todo. –Le dejo leer la carta que le he escrito a
June y él se siente aliviado. Las mejores mentiras son las verdades a medias. Yo le digo verdades a medias.
Domingo. Hugo se va a jugar al golf. Yo me visto ritualmente y comparo la alegría de vestirme para Henry con la tristeza de vestirme para unos banqueros y magnates del teléfono idiotas.
Luego, una habitación pequeña y oscura, destartalada, como un nicho profundo. Inmediatamente, la riqueza de la voz y la boca de Henry. La sensación de hundirme en sangre caliente. Y él rendido a mi calor
y humedad. Penetración lenta, con pausas y filigranas, que me deja sin aliento de placer. No tengo palabras que lo describan; es algo nuevo para mí.
La primera vez que Henry me hizo el amor, me di cuenta de una cosa terrible, que Hugo, sexualmente, era
en exceso grande para mí, por eso mi placer no ha sido nunca puro, siempre había algo de dolor. ¿Ha sido
ésa la clave de mi insatisfacción? Tiemblo al escribirlo. No quiero ahondar en ello, en sus consecuencias,
en mi apetito. Mi apetito no es anormal. Con Henry estoy satisfecha. Llegamos a un climax, hablamos,
comemos y bebemos, y antes de marcharnos me inunda. Nunca había conocido tal plenitud. Ya no es
Henry; y yo soy simplemente mujer. Desaparece la conciencia de la separación de seres.
Regreso a Hugo apaciguada y alegre; lo cual se le contagia a él.
–Nunca había sido tan feliz contigo –dice. Es como si hubiera dejado de devorarlo, de exigirle. No es de
extrañar que me comporte con humildad ante mi gigante, Henry. Y él es humilde ante mí.
–Anaïs, lo que ocurre es que nunca había amado a una mujer con capacidad intelectual. Todas las demás
eran inferiores a mí. A ti te considero un igual. –Y él también parece rebosar alegría, una alegría que no
ha conocido con June.
La última tarde en la habitación de la pensión de Henry fue para mí como un horno de frenesí. Antes sólo
experimentaba el frenesí de la mente y de la imaginación; ahora es el de la sangre. Sagrada integridad.
Salgo aturdida a la suave noche primaveral y pienso: «Ahora no me importaría morir.»
Henry ha despertado mis verdaderos instintos y ya no estoy incómoda, hambrienta, fuera de lugar en el
mundo. He encontrado mi sitio. Lo amo y, sin embargo, no soy ciega a los elementos discordantes que
hay en nosotros y de los cuales, con el tiempo, derivará nuestro divorcio. Yo sólo siento el presente. El
presente es rico y tremendo. Como dice Henry: «Todo es bueno, bueno.»
Son las diez y media. Hugo ha ido a un banquete y lo estoy esperando. Se tranquiliza confiando en mi
mente. Piensa que mi mente mantiene el control. No sabe de qué locuras soy capaz. Voy a guardarme esta
historia para cuando sea mayor, cuando él también haya liberado sus instintos. Contarle ahora la verdad
sobre mí lo mataría. Su desarrollo es más lento por naturaleza. A los cuarenta años sabrá lo que yo sé ahora. Entre tanto sentirá y asimilará las cosas sin dolor.
Hugo siempre me preocupa, como si fuera un hijo mío. Y ello se debe a que es a quien más quiero. Ojalá
tuviera diez años más.
La última vez, Henry me preguntó:
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