HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 34

–Te leeré las cartas de Henry –le dije, porque le preocupaba mi «imaginación». («Tal vez Henry no es nada», pensaba.) Y mientras le leía, me detuvo. No lo soportaba. Me habla del psicoanálisis, lo cual demuestra cómo me quiere, cómo me ve ahora. El amor de Henry crea una aureola a mi alrededor. Estoy segura ante la timidez de Eduardo. Observo cómo se me acerca, buscando intimidad, un roce de mi mano, de mi rodilla. Observo cómo se vuelve humano. Hace mucho tiempo, por este momento hubiera dado yo qué sé, pero ha quedado todo muy atrás. –Antes de marcharnos –dice–, quiero... –Y empieza a besarme. –Sea, Eduardo –murmuro, sumisa. Es un beso precioso. Estoy medio emocionada, medio sometida. Pero no lleva adelante su deseo. No quería la medida completa. Lo tenía ya. Nos fuimos de allí. Cogimos un taxi. Él estaba turbado por la alegría de haberme tocado. –¡Imposible! –exclama–. ¡Por fin! Pero para mí significa más que para ti. Eso es cierto, yo sólo estoy emocionada porque me había acostumbrado a desear aquella hermosa boca. ¡Mira lo que he hecho! Mira el espectáculo del tormento de Eduardo. Mi hermoso Eduardo, Keats y Shelley, poemas y crocos... tantas horas de mirarlo a los límpidos ojos verdes y ver reflejos de hombres y prostitutas. Durante quince años su rostro, su mente, su imaginación estaban vueltas hacia mí, mas su cuerpo estaba muerto. Su cuerpo ahora está vivo. Pronuncia mi nombre en un gemido. –¿Cuándo volveré a verte? He de verte mañana. –Besos, en los ojos, en el cuello. Parece que el mundo se ha vuelto loco. «Mañana todo se calmará», pensé. Pero mañana, como no espero nada, la locura de Eduardo retorna, y siento, por primera vez, el destino, una necesidad imperiosa de resolución psicológica. Vamos andando a plena luz del día a un hotel que conoce, subimos las escaleras alegremente, entramos en una habitación amarilla. Le pido que corra las cortinas, Estamos cansados de sueños, de imaginaciones, de tragedia, de literatura. Paga la habitación abajo. Le digo a la mujer: –Treinta francos es mucho para nosotros. La próxima vez, ¿no podría dejárnosla un poquito más barato? En la calle nos echamos a reír: ¡la próxima vez! Se ha obrado el milagro. Vamos andando, expandidos. Estamos enormemente hambrientos. Vamos al «Viking» y nos zampamos cuatro grandes bocadillos (hubo una época en que yo era incapaz de tragar en presencia de Eduardo). –¡Cuánto te debo! –exclama. Y en mi corazón respondo: «Cuánto le debes a Henry.» No puedo evitar hoy tener la impresión de que una parte de mí se ha hecho a un lado y me observa maravillada. Lanzada a la vida sin experiencia, inocente, siento que algo me ha salvado. Me siento igual a la vida. Como las escenas de una obra de teatro excepcional. Henry me ha guiado. No. Esperaba. Me observaba. Soy yo la que me movía, soy yo la que actuaba. He hecho cosas inesperadas, sorprendentes para mí misma... aquel momento al que se refiere Henry, cuando me senté al borde de la cama. Acababa de peinarme de pie ante el espejo. Él estaba en la cama y dijo: –Todavía no estoy cómodo contigo. Impulsivamente, de prisa, me aproximé a la cama, me senté cerca de él, acerqué mi rostro al suyo. Se me cayó el abrigo, y los tirantes de la camisola, y en el gesto, en lo que dije, había algo que denotaba tal entrega, tal sumisión, tal humanidad, que Henry era incapaz de hablar. Siento que cuando Henry me habla o me escribe busca otro lenguaje. Percibo cómo rechaza la palabra que primero le viene a los labios y elige otra, más sutil. A veces tengo la impresión de que lo he arrastrado a un mundo intrincado, a un nuevo país, y no anda como John, con paso firme, sino con una conciencia que percibí en él desde el primer día. Se mueve dentro de las sinfonías de Proust, de las insinuaciones de Gide, de los enigmas de opio de Cocteau, de los silencios de Valéry; se mueve hacia la sugestión, los espacios; hacia las iluminaciones de Rimbaud. Y yo ando con él. Esta noche lo amo por la hermosa manera en que me ha puesto en contacto con la tierra. Mientras continúo, no puedo y no debo desmoronarme. No quiero pedirle a Hugo ni una noche libre. Ello despierta sentimientos nuevos y profundos en Henry. 34