HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 16

June lo sentó en el suelo del taxi, frente a nosotros. Yo me reí de él. Entramos en varias compañías marítimas. June no tenía dinero suficiente ni siquiera para un pasaje de tercera y trataba de conseguir que le hicieran descuento. La vi inclinarse sobre el mostrador, con el rostro entre las manos, suplicando, para que los hombres que se encontraban detrás la devoraran con los ojos, descaradamente. Y ella, suave, persuasiva, les sonreía en secreto. Yo la observaba suplicar. El conde Bruga me miraba de soslayo. Nada más que yo era consciente de los celos que tenía de aquellos hombres, no de su humillación. Al salir le dije a June que le daría el dinero que necesitaba, que era más de lo que yo podía permitirme dar, mucho más. Entramos en otra compañía marítima en tanto June terminaba un absurdo cuento de hadas antes de llevar a cabo la gestión. El hombre del mostrador se quedó embobado, paralizado por su rostro y su dulce y sumisa manera de hablarle, de pagar y de firmar. Yo me hallaba junto a ella y le oí preguntar: –¿Quiere tomar una copa conmigo mañana? June le estrechó la mano. –¿A las tres? –No. A las seis. –Le sonrió como me sonríe a mí. Luego, mientras salíamos, se apresuró a justificarse–: Ha sido muy amable conmigo, me ha ayudado mucho. Me será muy útil. No podía negarme. No pienso ir, pero no podía decir que no. –Ahora que te has comprometido, tienes que ir –le dije disgustada, pero luego el prosaísmo y la estupidez de esta afirmación me dieron náuseas. Cogí a June del brazo y dije, próxima a las lágrimas–: No lo soporto, no lo soporto. –Estaba enfadada a causa de algo indefinido. Pensé en la prostituta, honrada porque a cambio de dinero entrega su cuerpo. June no entregaría nunca su cuerpo. Pero es capaz de suplicar de una manera que para mí sería imposible, de prometer como yo no podría prometer, a no ser que pensara cumplir mi promesa. ¡June! Se había hecho pedazos en mi sueño. Ella lo sabía. Me cogió la mano y me la apretó contra su cálido pecho; seguimos andando, con mi mano en su pecho. Iba casi desnuda debajo del vestido. Tal vez lo hacía inconscientemente, como para calmar a un niño enfurruñado. Y hablaba de cosas que nada tenían que ver. –¿Preferirías que le hubiera dicho que no, bruscamente? A veces, soy brusca, ya lo sabes, pero me resultaba imposible delante de ti. No quería ofenderlo. Había sido muy amable. –Como no sabía por qué estaba enfadada, no dije nada. No se trataba de aceptar o rechazar una copa. Había que remontarse al origen de la necesidad de recibir ayuda de aquel hombre. Entonces recordé algo que había dicho: «Por mal que me vayan las cosas, siempre encuentro a alguien que me invite a champán.» Naturalmente, era una mujer que acumulaba unas enormes deudas que no pensaba pagar, porque luego se enorgullecía de su inviolabilidad sexual. Una buscadora de oro. Orgullo en la posesión de su propio cuerpo, aunque no excesivo para humillarse poniendo ojos de prostituta por encima de un mostrador de una compañía marítima. Me estaba contando que Henry y ella se habían peleado por culpa de la mantequilla. No tenían dinero y... –¿Que no teníais dinero? El sábado te di cuatrocientos francos, para que comierais He nry y tú. Y estamos a lunes. –Teníamos que pagar unas deudas... Pensé que se refería a la habitación del hotel. Pero entonces, de repente, me acordé del perfume, que cuesta doscientos francos. ¿Por qué no me lo había dicho? «El sábado compré perfume y medias.» Cuando insinuó que todavía tenían que pagar el alquiler, no me miraba. Entonces recordé una cosa más que había dicho. «La gente me dice que si tuviera en mis manos una fortuna, me la liquidaría en un día y sin que nadie se enterara. Gasto el dinero sin darme cuenta.» Aquélla era la otra cara de la fantasía de June. Paseamos por las calles y toda la ternura de su corazón no pudo calmar el dolor. Me fui a casa y me acurruqué en los brazos de Hugo. –He vuelto –le dije, y se puso muy contento. Pero ayer, a las cuatro, mientras la esperaba en el «American Express», el portero me dijo: 16