objetividad. Me maravilla que este hombre, que está al corriente de lo peor que hay en mí, se sienta tan
fuertemente atraído. Soy una creación suya.
Henry ha leído el diario de Hugo y le ha parecido el de un lisiado. Empieza a sospechar que yo también
era una lisiada cuando me casé con él.
Cuando lo ha dicho, he ido a buscar el diario de este período, de los diecinueve años, y se lo he leído. Ha
quedado asombrado y contento. Quería leer más y le he leído la novela que escribí a los veintiún años.
Hugo se había ido de viaje de negocios, y Henry y yo hemos vivido aquí juntos cinco días, sin ir a París,
trabajando, leyendo, paseando. Una tarde le pedí a Eduardo que viniera. Hablaron de astrología, pero secretamente se enfrentaban uno a otro. Henry le dijo a Eduardo que estaba muerto, que era una estrella fija,
mientras que él era un planeta que no paraba de dar vueltas, de moverse. Eduardo no perdió la compostura
y mantuvo la superioridad gracias a su frialdad, habilidad y cortesía. Henry se ofuscó y no supo salir airoso. Eduardo estaba a la vez faunesco e inspirado. Henry lento y germánico. Me ofreció una sonrisa infinitamente conmovedora.
Me alegré de que fuera Henry el que se quedara en Louveciennes, afectuoso, gentil y humano. Estaba de
un humor sumiso y desvalido. Nos sentamos en el jardín. Dijo que le gustaría que lo enterraran allí, que
no lo mandaran a ninguna parte, metamorfosearse en un oso que entrara por la ventana de mi habitación
cuando alguien me hiciera el amor. Se transformó en un niño pequeño arrullado por mi ternura. Nunca lo
había visto tan pequeño y frágil. Hay un tremendo contraste entre el Henry borracho, exaltado, combativo,
destructivo, sensual, todo instinto, V