Qué riqueza la de Hugo. Su capacidad de amar, de perdonar, de dar, de comprender. Dios mío, qué afortunada soy.
Mañana por la noche estaré en casa. Ha acabado ya la vida de hotel y la soledad nocturna.
FEBRERO 1932
Louveciennes. Regresé a un amante suave y ardoroso. Llevo conmigo encima preciosas y gruesas cartas
de Henry. Avalanchas. He clavado en la pared de mi estudio los dos grandes pliegos de palabras de Henry, escogidos, y un mapa panorámico de su vida, destinado a una novela aún no escrita. Cubriré las paredes de palabras. Será la chambre des mots (la habitación de las palabras).
Mientras estaba fuera, Hugo encontró los diarios que trataban de John Erskine y los leyó, en una última
punzada de curiosidad. No había nada en ellos que no supiera, pero sufrió. Lo volvería a vivir todo, sí, y
Hugo lo sabe.
También mientras me encontraba fuera, buscó mi ropa interior de encaje negro, la besó, encontró el olor a
mí y lo inhaló alborozado.
En el tren, camino de Suiza, se produjo un incidente gracioso. Para no intranquilizar a Hugo, no me había
pintado los ojos, me había maquillado muy poco, me había pintado apenas los labios y no me había arreglado las uñas. Estaba contenta de mi negligencia. Tampoco me había vestido con esmero y llevaba un
traje viejo de terciopelo negro que me encanta y que está raído en los codos. Me sentía como June. Mi perro Ruby estaba sentado a mi vera y por tanto tenía el abrigo y la chaqueta de terciopelo llenos de pelos
blancos. Un italiano que durante el viaje lo había intentado todo para llamar mi atención, finalmente, desesperado, se me acercó y me ofreció un cepillo. Me hizo gracia y me reí. Al terminar de cepillar (con el
cepillo lleno de pelos blancos) le di las gracias. Él dijo con nerviosismo:
–¿Quisiera tomar un café conmigo?
Le dije que no y pensé qué hubiera pasado de haberme pintado los ojos.
Hugo dice que mi carta a Henry es la cosa más resbaladiza que ha visto. Empiezo honesta y francamente.
Parezco todo lo contrario de June, pero al final soy igual de resbaladiza. Cree que perturbaré a Henry y
alteraré su estilo durante un tiempo, su fuerza bruta, sus «mierdas y jodiendas» en los que tan seguro se
encontraba.
Cuando le escribí a Henry me sentía tan agradecida por su plenitud y exuberancia que quería brindarle
todo lo que albergaba mi mente. Empecé con sumo ímpetu, con franqueza, pero a medida que me acercaba a la ofrenda final, a la ofrenda de mi June y de mis pensamientos acerca de ella, me sentía cada vez
más reticente. Recurrí a filigranas y evasivas para despertar su interés, en tanto me guardaba la preciosa
revelación.
Me siento ante una carta o ante el diario con afán de honradez, pero acaso sea la mayor mentirosa de todos, mayor incluso que June, que Albertine, por afectar sinceridad.
Su nombre verdadero era Heinrich, lo prefiero. Es alemán. A mí me parece eslavo, pero tiene el sentimentalismo y el romanticismo alemanes para con las mujeres. El sexo para él es amor. Su mórbida imaginación es alemana. Ama la fealdad. No le molesta el olor a orina ni a col. Le encantan las palabras soeces, el
argot, las prostitutas, los barrios bajos, la suciedad y la dureza.
Escribe las cartas que me dirige en el reverso de «notas» desechadas: cincuenta maneras de decir «borracho», información sobre venenos, nombres de libros, fragmentos de conversaciones. O listas como ésta:
«Ir al 'Café des Mariniers', en el muelle, cerca del puente de la Exposición, junto a los Campos Elíseos –
especie de pensión para marineros–. Comer bouillabaisse, 'Caveaú des Oubliettes Rouges', 'Le Paradis',
rué Pigalle –zona peligrosa, carteristas, apaches, etcétera. Bar de Fred Payne, 14 rué de Pigalle (ver galería de arte abajo, cita de chicas del espectáculo inglesas y americanas), «Café de la Régence», 261 rué St.
Honoré (Napoleón y Robespierre jugaban al ajedrez allí; ver su mesa)
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