Las cartas de Henry me producen una sensación de plenitud que pocas veces alcanzo. Siento un gran placer en contestarlas, pero su volumen me agobia. Apenas acabo de contestar una ya me ha escrito otra.
Comentarios sobre Proust, descripciones, estados de ánimo, su propia vida, su infatigable sexualidad, su
inmediata entrada en acción. Demasiada acción para mi mente. Sin digerir. No es de extrañar que Proust
lo maraville. No es de extrañar que yo observe su vida y me dé cuenta de que la mía nunca se parecerá a
la de él, porque la mía la retiene el pensamiento.
A Henry: «Anoche leí tu novela. Algunos pasajes eran éblouis-sants (deslumbrantes), asombrosamente
hermosos, en especial la descripción del sueño, la descripción de la noche de jazz con Valeska, toda la
última parte, cuando la vida con Blanche llega al climax... Hay otras cosas sin gracia, sin vida, de un realismo vulgar, fotográficas. Y otras cosas –la amante mayor, Cora, e incluso Naomi– todavía no han adquirido pleno desarrollo. Hay precipitación, descuido por la prisa. Eso ya lo has dejado atrás. Tu obra ha tenido que seguirle el paso a tu vida, y a causa de tu animal vitalidad, has vivido demasiado...
«Tengo la extraña sensación de saber con seguridad lo que deberías eliminar, exactamente del mismo modo que tú sabías lo que había que quitar de mi libro. Me parece que merece la pena desbrozar la novela.
¿Me permites hacerlo?»
A Henry: «Por favor, Henry, comprende que me he revelado contra mi propia mente, que cuando vivo,
vivo por impulsos, emo ciones, por arranques. June lo comprendió. Mi mente no existía cuando andábamos alocadamente por París, ajenas a la gente, al tiempo, al espacio, a los demás. No existía cuando leí
por primera vez a Dostoievski en la habitación del hotel y me reí y lloré a la vez sin poder dormir y sin
saber dónde estaba. Pero después, compréndeme, hago un tremendo esfuerzo para recuperarme, para no
volver a hundirme, para no continuar sufriendo ni consumiéndome. ¿Por qué he de hacer ese esfuerzo?
Porque tengo miedo de ser exactamente como June. Siento repulsión por el caos completo. Quiero ser capaz de vivir con June en la locura total, pero también quiero ser capaz de comprender después, de captar
lo que he vivido.
»Tu pides cosas contradictorias e imposibles. Quieres saber qué sueños, qué impulsos, qué deseos tiene
June. No lo sabrás nunca, al menos por ella. No, no puede decírtelo. Pero, ¿te das cuenta del placer que
me produjo el decirle cuáles eran nuestros sentimientos, en ese lenguaje especial? Porque yo no siempre
me limito a vivir, a seguir mis fantasías; salgo a respirar, a comprender. Dejé a June deslumbrada porque
cuando nos sentábamos juntas la magia del momento no me embriagaba; la vivía con la conciencia del
poeta, no la conciencia de los psicoanalistas en busca de fórmulas muertas. Llegamos hasta el límite con
nuestras dos imaginaciones. Y tú golpeas con la cabeza, el muro de nuestro mundo, y quieres que rasgue
todos los velos. Quieres que sensaciones delicadas, profundas, vagas, oscuras, voluptuosas, se conviertan
por la fuerza en algo que tú puedas asir. No se lo pides a Dostoievski. Das gracias a Dios por el caos viviente. ¿Por qué, entonces quieres saber más de June?»
June carece de ideas, de fantasías propias. Se las proporcionan otros, a quienes inspira su ser. Hugo dice
disgustado que es una caja vacía y que yo soy una caja llena. Pero, ¿para qué quieres las ideas, las fantasías, el contenido, si la caja es hermosa e inspiradora? A mí, June, la caja vacía, me inspira. Pensar en ella
durante el día, me eleva por encima de la vida corriente. El mundo nunca ha estado tan vacío para mí desde que la conozco. June aporta la carne hermosa e incandescente, la voz fulgurante, los ojos abismales, los
gestos narcotizados, la presencia, el cuerpo, la imagen encarnada de nuestras imaginaciones. ¿Qué somos
nosotros? Nada más que los creadores. Ella es.
Un día sí y otro no recibo carta de Henry. Le respondo inmediatamente. Le he regalado mi máquina de
escribir y ahora escribo a mano. Pienso en él día y noche.
Sueño con una vida suplementaria que algún día voy a llevar, con la que tal vez llene otro diario especial.
Anoche, después de leer la novela de Henry, no podía conciliar el sueño. Eran las doce. Hugo dormía. A
mí me apetecía levantarme e ir al estudio para escribirle a Henry sobre su primera novela, pero hubiera
despertado a Hugo. Tenía que abrir dos puertas, y crujen. Hugo estaba agotado cuando se acostó. Me que22