nuestro matrimonio, curada por medio de la acción. Nuestro amor vive porque yo vivo. Yo lo mantengo y
alimento. Le soy leal, a mi manera, que no es la suya. Si alguna vez lee estas líneas, debe creerme. Escribo con serenidad, lúcidamente, mientras espero que llegue a casa, como una espera al amante elegido, al
amante eterno.
Henry toma notas sobre mí. Registra todo cuanto digo. Los dos registramos, pero con sensores distintos.
La vida de los escritores es otra vida.
Me siento en su cama, con el vestido rosa extendido en torno, fumando, y, mientras me observa, dice que
nunca me arrastrará a su vida, a los sitios de los que me ha hablado, que para mí todos los adornos de
Louveciennes resultan convenientes y apropiados, que he de tenerlos.
–No podrías vivir de otro modo. Yo contemplo su sórdida habitación y exclamo:
–Creo que es cierto. Si me