HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 30

–Todavía no me siento natural contigo. Hay algunos momentos en que vive en silencio, casi fríamente. Se ausenta del presente. Luego, cuando escribe, se templa, empieza a dramatizar y a arder. Nuestros asaltos: él en su lenguaje, yo en el mío. Yo nunca uso sus palabras. Creo que mi registro es más inconsciente, más instintivo. No se muestra en la superficie, y sin embargo, no sé, él se daba cuenta, como del peso de mis ojos. Lo resbaladizo de mi mente contra su dirección inexorable. Mi creencia en la magia frente a sus densas notas realistas. La alegría cuando sí percibe la magia: «Parece que tus ojos esperen milagros.» ¿Los llevará él a cabo? Escribe notas como: «Anaïs, peine verde con cabello negro. Carmín indeleble. Gargantilla bárbara. Rompible. Frágil.» La segunda tarde, me esperó en el café y yo lo esperé en su habitación, por culpa de un malentendido. El mucamo estaba limpiando su habitación. Me pidió que esperara en la habitación de enfrente, una muy pequeña y desastrada. Me senté en una silla sencilla, sin ningún adorno, pero vino el mucamo con otra silla tapizada de terciopelo rojo. «Es más apropiada para usted», dijo. Me emocionó. Tenía la impresión de que Henry me ofrecía sillas tapizadas de terciopelo. Esperé contenta. Luego me cansé un poco y me fui a esperar a la habitación de Henry. Abrí una carpeta titulada «Notas de Dijon». La primera página era una carta dirigida a mí que no había recibido. Entonces entró y, cuando le dije «no creo en tu amor», me hizo callar. Ese día me sentí humilde ante su fuerza. Una carne tan poderosa o más que la mente. Una victoria suya. Me abrazaba con una especie de miedo. –Pareces muy frágil. Tengo miedo de romperte. Y yo me sentía pequeña en su cama, desnuda, con el tintineo de las joyas. Pero él notó la fuerza que hay en mi interior que arde al contacto de su piel. Piensa en ello, Henry, cuando tienes mi frágil cuerpo en los brazos, un cuerpo que apenas percibes porque te encuentras acostumbrado a la carne abundante, pero percibes los movimientos del placer cual si fueran las ondulaciones de una sinfonía, no la pesadez estática de la arcilla, sino su balanceo en tus brazos. No me quebrarás. Me estás moldeando como un escultor. El fauno ha de convertirse en mujer. –Henry, te lo juro, me hace feliz confesarte la verdad. Algún día, después de otra victoria tuya, responderé a cualquier pregunta que me hagas. –Sí, lo sé –dijo Henry–, no lo dudo. No me falta pacie ncia. Esperaré. Lo que hubiera podido encontrar ridículo sólo me pareció humano: Henry de rodillas buscando mis ligas de seda negra, que se habían caído detrás de la cama. Su admiración al ver la gargantilla de doce francos: «Qué cosa tan fina y original.» Cuando lo vi desnudo me pareció indefenso y despertó mi ternura. Luego estaba lánguido y yo alegre. Incluso hablamos del oficio. –A mí me gusta tener la mesa ordenada antes de empezar –dijo Henry–, que sólo haya notas a mi alrededor, muchas notas. –¿De veras? –dije yo con vehemencia, como si fuera una afirmación interesantísima. El oficio. Placer al hablar de técnicas. Supongo, Henry, que te resientes del esfuerzo realizado para obtener revelaciones completas acerca de ti y de June, franqueza inexorable pero obtenida dolorosamente. Tienes momentos de reserva, de tener la impresión de estar violando intimidades secretas, la vida secreta de tu propio ser y del de otros. Hay momentos en que estoy dispuesta a ayudarte en aras de nuestra común pasión objetiva por la verdad. Pero duele, Henry, duele. Trato de ser honesta en el diario, día a día. En cierto sentido tienes razón en lo que dices de mi honestidad. Un esfuerzo con las acostumbradas retractaciones humanas o femeninas. Retractarse no es femenino, ni masculino, ni una treta. Es un terror previo a la destrucción total. ¿Morirá lo que analizamos inexorablemente? ¿Morirá June? ¿Morirá nuestro amor, repentina, instantáneamente si lo caricaturizas? Henry, un conocimiento excesivo entraña peligro. Tú tienes pasión por el conocimiento absoluto. Por eso la gente te odiará. 30