Crecía dentro de mí mientras andaba por las calles.
Transpira, resplandece. No puedo ocultarla. Soy una mujer. Un hombre me ha sometido. Qué alegría
cuando una mujer encuentra a un hombre al que puede someterse, la alegría de la femineidad que se expande en unos fuertes brazos.
Hugo me mira mientras estamos sentados junto al fuego. Hablo con ebriedad, brillantemente.
–Nunca te había visto tan bella –me dice–. Nunca había sentido tu fuerza con tanta intensidad. ¿Qué es
esta nueva confianza que hay en ti?
Me desea, igual que la otra vez, después de la visita de John. Mi conciencia muere en ese momento. Hugo
cae sobre mí e instintivamente obedezco los susurros de Henry. Rodeo a Hugo con las piernas y él exclama extasiado:
–Cariño, cariño, ¿qué haces? Me estás volviendo loco. Nunca había sentido tanto placer.
Le engaño, hago trampas, sin embargo el mundo no se hunde en nieblas color de azufre. Triunfa la locura.
Ya no puedo recomponer mis mosaicos. Río y lloro.
Después de un concierto, Hugo y yo nos marchamos juntos, igual que dos amantes, dijo él. Fue el día siguiente en que Henry y yo reconocimos ciertos sentimientos en el «Viking». Hugo estaba muy atento,
muy tierno. Para él eran vacaciones. Estábamos cenando en un restaurante de Montparnasse. Yo me había
inventado un pretexto para pasar por casa de un amigo a recoger la primera carta de amor de Henry. La
llevaba en el billetero. En ella estaba pensando cuando Hugo me dijo:
–¿Quieres ostras? Toma ostras esta noche. Es una noche especial. Cada vez que salgo contigo me siento
como si saliera con mi amante. Tú eres mi amante. Te quiero más que nunca.
Quiero leer la carta de Henry. Me excuso y me voy al servicio a leerla. No es muy elocuente y ello me
emociona. No sé qué más siento. Regreso a la mesa, estoy aturdida. Aquí es donde nos encontramos con
Henry a su regreso de Dijon y donde me di cuenta de que sentía alegría de que hubiera vuelto.
En otra ocasión, Hugo y yo vamos al teatro. Pienso en Henry. Hugo lo sabe y demuestra la misma tierna
incomodidad, el deseo de creer, y yo lo tranquilizo. Él mismo me había dado el recado de que llamara a
Henry a las ocho y media.
Antes de entrar al teatro, vamos a un café y Hugo me ayuda a buscar el número de teléfono del despacho
de Henry. Hago bromas sobre lo que va a oír. Henry y yo no decimos gran cosa: «¿Has recibido mi carta?» «Sí.» «¿Has recibido tú mi nota?» «No.»
Luego del teatro paso mala noche. Hugo se levanta de madrugada a traerme un remedio, una pastilla para
dormir.
–¿Qué te pasa? –pregunta–. ¿Qué es lo que sientes? –Me ofrece el refugio de sus brazos.
La primera vez que regreso de la habitación de Henry, turbada, me resulta difícil hablar animadamente,
como siempre.
Hugo se sienta, coge su diario y escribe afanosamente sobre mí, sobre el «arte», y dice que todo cuanto yo
hago es correcto. Mientras me lo lee, me desangro. Antes de terminar empieza a sollozar. No sabe por
qué. Me arrodillo ante él.
–¿Qué te sucede, cariño? ¿Qué te sucede? –Y digo esta cosa tan terrible–: ¿Es que tienes alguna intuición?
Mas él, dada su fe y la lentitud de sus sentidos, no lo entiende. Cree que Henry no me estimula más que
imaginativamente, como escritor. Y como esto es lo que cree, él también se sienta a escribir con el fin de
cortejarme.
–Eso demuestra juventud por tu parte –deseo gritar–; es como la fe de un niño. Dios mío, qué vieja soy;
soy la última mujer de la tierra. Soy consciente de una monstruosa paradoja: entregándome, aprendo a
amar más a Hugo. Viviendo como lo hago, preservo nuestro amor de la amargura y de la muerte.
Lo cierto es que éste es el único modo en que puedo vivir: en dos direcciones. Necesito de dos vidas. Soy
dos seres. Cuando torno a Hugo por la noche, a la paz y el calor del hogar, lo hago con una profunda satisfacción, como si ésta fuera la única situación posible para mí. Traigo a Hugo una mujer entera, liberada de
todas las demoníacas fiebres, curada del tósigo de la inquietud y la curiosidad que antes amenazaban
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