Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 9
germina cierta convicción sobre el valor superior de la paz y de los métodos de
defensa del orden público respetuosos de la vida humana. Hoy, a diferencia de
ayer, son ya minoría —aunque existan todavía— las voces que exigen sangre y
fuego ante cualquier expresión de descontento social o de reclamo de justicia.
También las ideologías de la revolución violenta —el hechizo de la redención por
el fuego— se han difuminado y han perdido toda gravitación moral. Al mismo
tiempo, algunas reformas de gran envergadura, como la descentralización,
persisten dificultosamente en su intento de afirmarse y hacerse vida plena. Hoy,
la ineptitud y la ambición mezquina de los políticos nacionales no resultan trabas
suficientes para descarrilar algunos procesos de cambio necesarios e importantes.
Lo mencionado no es desdeñable. Sin embargo, está muy lejos de ser satisfac-
torio. En lo sustancial, el Perú de hoy todavía se parece bastante al Perú de hace
treinta años, cuando se preparaba el proyecto criminal de Sendero Luminoso. Y
los modos de pensar y de sentir de una porción relevante de la población nos
recuerdan a los de las autoridades políticas que en la década de 1980 pusieron a la
población campesina a merced de estrategias militares de tierra arrasada. Como
trasfondo de esas permanencias se podría señalar una cierta extenuación de las
facultades creativas de nuestra sociedad. Es cierto que durante la década del 2000
el Perú está experimentando un apreciable crecimiento económico. Pero la creati-
vidad de una sociedad no se expresa ni se agota en la acumulación de bienes y
riquezas. Esta es sólo un aspecto mecánico, parcial y frágil de un proceso mayor.
En el fondo, lo importante y necesario es transformarse, sobre todo cuando es
evidente que se viene de un pasado poco honroso. El Perú de hoy parece haber
optado, sin embargo, por la inercia. Se está desatendiendo la lección dejada por
la violencia. El país —y sobre todo sus sectores privilegiados— parecen haber
decidido que se puede vivir indefinidamente tal como habíamos vivido hasta
fines del siglo XX: con espasmos de crecimiento económico en un contexto de
perdurable exclusión. A cinco años de la presentación del Informe Final de la
Comisión de la Verdad y Reconciliación, hay que llamar la atención sobre esta
restauración de un sentido común que es conservador y excluyente; es necesario
poner en evidencia esta opción por la mediocridad, la cual ha sido adoptada
principalmente en el ámbito de la política, ahí donde se pudo haber tomado
decisiones orientadas al cambio. Es justamente ahí donde encontramos que las
lecciones que dejó nuestra investigación se hallan todavía vigentes y en espera
de ser atendidas. Esas lecciones se referían esencialmente a la urgencia de
transformar la política de modo que se convirtiera en un espacio de creación de
una sociedad distinta. Ésa era una posibilidad abierta en el momento particular
en el cual la Comisión de la Verdad fue creada y durante el tiempo en que
desarrolló su trabajo.
Como se sabe, la labor de la Comisión se desarrolló durante nuestra más re-
ciente transición política. Las transiciones se describen habitualmente en térmi-
nos de la acotada dinámica política que se juega en ellas. En rigor, es un asunto de
negociación entre actores políticos institucionales y no institucionales, al tiempo
que es también una cuestión de equilibrios y desequilibrios de fuerza. La transi-
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