Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 58
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democracia para enfrentarlo y derrotarlo ideológicamente. Por el contrario, se
abdicó de la autoridad civil a favor de respuestas militares sobre las que no se
ejerció ningún control significativo. Consentir que los jefes militares de las zonas
de emergencia se convirtieran en autoridades «político-militares» equivalía a
una decisión del liderazgo civil de organizar la lucha contrasubversiva de forma
tal que sólo los líderes militares se hicieran cargo del «trabajo sucio» que se suponía
inevitable en el enfrentamiento. Por su parte, los civiles se empeñaban en ignorar
y acallar las denuncias que llegaban, en lugar de asumir la responsabilidad de
diseñar una estrategia contrasubversiva efectivamente democrática.
El estado de emergencia se desnaturalizó y, de la medida excepcional que de-
bía ser, se hizo permanente en distintas zonas del país, con la consiguiente suspen-
sión de garantías previstas en las sucesivas constituciones vigentes. El carácter
permanente que se le dio a la excepcionalidad, debilitó la democracia peruana y
creó un clima propicio para las violaciones de los derechos humanos.
La política indiscriminada de los primeros años fue reexaminada durante los
momentos iniciales del gobierno encabezado por el presidente Alan García Pérez,
partiendo de un análisis crítico de lo realizado por su antecesor, el arquitecto Fer-
nando Belaunde Terry. Quizá lo más relevante para ello fue, en 1985 y 1986, el
funcionamiento de una Comisión de Paz y una inicial voluntad de hacer frente a
las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por miembros de las
Fuerzas Armadas. Este interregno se quebró luego de la matanza de los penales
en junio de 1986, que restó credibilidad a la posibilidad de una alternativa demo-
crática a la lucha contrasubversiva y jugó a favor de la estrategia de provocación
y mayor polarización preconizadas por el PCP-SL. De este modo, el conflicto no
sólo no se solucionó, sino que se expandió a otras zonas y se hizo más complejo
hasta llegar a ser un fenómeno que —para muchos— ponía en entredicho la viabi-
lidad estatal del Perú y que tenía un alto costo en violaciones de los derechos
humanos y acciones terroristas.
Es cierto que hubo desde el Poder Legislativo meritorios esfuerzos por reorien-
tar la forma en que se hacía frente al problema subversivo, además de que se
realizaron investigaciones de las violaciones a los derechos humanos perpetradas.
Lamentablemente, se trató de iniciativas llevadas a cabo por una minoría que no
logró cambiar de manera significativa la forma en que la autoridad civil asumía
sus responsabilidades en el conflicto.
En la práctica, fueron las mismas Fuerzas Armadas y Policiales las que evalua-
ron y reorientaron su estrategia a partir del reconocimiento de que muchas pobla-
ciones estaban entre dos fuegos y que debían ser ganadas para el lado del Estado.
Con un mayor énfasis en acciones de inteligencia y en establecer alianzas con los
sectores sociales donde el PCP-SL pretendía ganar adeptos, se desarrollaron ac-
ciones menos indiscriminadas. No se usaron, sin embargo, métodos legales para
su detención y procesamiento, y se continuó recurriendo a las ejecuciones
extrajudiciales y, de modo más selectivo, a las desapariciones forzadas.
Luego de la captura de los principales dirigentes senderistas, del uso de nuevas
leyes que buscaban romper la lealtad interna de los grupos subversivos y del cre-
ciente cuestionamiento nacional e internacional a prácticas como las ejecuciones
extrajudiciales y la desaparición forzada, se produjo un nuevo ajuste en la estrate-