Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 359
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En 1956, después de más de dos décadas de «catacumbas», el APRA se incorpo-
ró a la legalidad, al tiempo que se consolidaban nuevos partidos como los de
Acción Popular, la Democracia Cristiana y el Partido Social Progresista. Incluso
los golpes militares de 1962, 1968 y 1975 fueron incruentos e institucionales. En
comparación con otros países de América Latina, la oleada guerrillera inspira-
da en la revolución cubana fue menor en el Perú. Tampoco el régimen militar
(1968-1980), a pesar de su naturaleza autoritaria y de lo radical y controvertido
de sus reformas, fue especialmente represivo en comparación con sus coetáneos
del cono sur.
De esta forma, la Constitución aprobada en 1979 parecía poner simbólica y
legalmente fin a las grandes exclusiones políticas que habían obstaculizado nues-
tra construcción como estado nacional. La Constitución no excluía a ningún parti-
do político y consagraba por fin la vigencia plena del sufragio universal, pues
otorgaba derecho a voto a varones y mujeres mayores de 18 años y a los analfabe-
tos. Para ese entonces, esta última categoría se superponía en lo fundamental con la
de peruanos y peruanas monolingües quechuas, aymaras y de lenguas amazónicas.
Luego de las profundas transformaciones demográficas, económicas, políti-
cas y socioculturales de las décadas previas, y del sismo político que significó el
reformismo militar, el país parecía encaminado a consolidar un Estado nacional,
moderno y democrático. No es de extrañar, entonces, que el inicio del conflicto
armado lo tomara por sorpresa. No es de extrañar tampoco que su extensión y
brutalidad nos sigan sorprendiendo.
Lo que estuvo ausente en esas décadas previas al estallido de la violencia fue la
voluntad de matar. Menos aún de matar masiva o sistemáticamente. Ni de parte
del Estado, ni de los campesinos u otros actores sociales, ni de los principales parti-
dos políticos. La dirección del PCP-SL tuvo que concentrar sus energías en inocular
esa voluntad, en primer lugar en sus militantes y, luego, en provocar al Estado y a
la sociedad para que la muerte se vuelva, por así decirlo, un modo de vida.
En las bases filosóficas, políticas e incluso psicológicas de la acción subversi-
va, especialmente del PCP-SL, se constata un decisivo punto ciego: el PCP-SL «ve
clases, no individuos». De allí se deduce la falta absoluta de respeto por la persona
y por el derecho a la vida, incluyendo la de sus propios militantes; pues para
mantener la cohesión del partido la dirección exacerbó en ellos una vena fanática
que se convirtió en un sello de identidad y tiñó el proyecto senderista de potencia-
lidades terroristas y genocidas. El potencial terrorista se desplegó desde los
«ajusticiamientos» con sevicia y prohibición de entierro, hasta los coches-bomba
en las ciudades. El potencial genocida, explícito cuando Guzmán anunció que «el
triunfo de la revolución costará un millón de muertos» o cuando llamó a sus
huestes a «inducir genocidio», se desplegó especialmente en zonas indígenas,
puesto que el PCP-SL reprodujo antiguas concepciones de superioridad sobre los
pueblos indígenas.
Por otro lado, «batir el campo» y construir el «nuevo poder» exigían un alto
costo en vidas humanas; ya que, a pesar de los vacíos de poder advertidos, el
campo estaba mucho más poblado de actores, instituciones, organizaciones y
más interconectado que la China de los años 30, que servía de inspiración al PCP-
SL. Por eso, luego de una primera etapa de aceptación, el PCP-SL tuvo que recu-