Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 276

263 posición contraria al empleo de las Fuerzas Armadas fue el propio Ministro de Guerra, Luis Cisneros Vizquerra, quien declaró al periodismo que las Fuerzas Armadas, en caso de asumir el control del orden interno en Ayacucho, «tendrían que comenzar a matar senderistas y no senderistas, porque esa es la única forma como podrían asegurarse el éxito. Matan 60 personas y a lo mejor ahí hay 3 senderistas [...] y seguramente la policía dirá que los 60 eran senderistas. [...] Creo que sería la peor alternativa y por eso es que me opongo, hasta que no sea estrictamente necesario, a que la Fuerza Armada ingrese a esta lucha» (Gonzáles 1983a: 50). El tono drástico de la advertencia corresponde a dos circunstancias completamente reales en ese momento. Por un lado, una parte de la opinión pú- blica, escandalizada por los atentados, exigía usar pronto la fuerza de las armas para erradicar el problema. Por otro, las Fuerzas Armadas no estaban preparadas para otra cosa que para tomar el control militar de la zona reduciendo por la fuerza toda resistencia, al igual que en una guerra convencional, lo cual hacía prever numerosas muertes de inocentes. El PCP-SL se encargó de proyectar la imagen de que el conflicto estaba en- trando a una fase militar. El 2 de marzo, como se ha señalado antes, se produjo el asalto a la cárcel de Huamanga. Los atacantes se distribuyeron por la ciudad, dispersando y fijando a los policías con tiroteos mientras sometían a los vigilan- tes de la cárcel. Los miembros del Ejército no salieron del cuartel «Los Cabitos», pues no había orden de Lima. La fuga de los senderistas presos fue un golpe durísimo para las Fuerzas Policiales y, en general, para la política del Gobierno. Los atentados y ataques del PCP-SL arreciaron. En ese contexto, Belaunde y algunos miembros de su gobierno estaban seriamente preocupados, tanto por las implicancias políticas del ingreso de las Fuerzas Armadas a la zona de emergen- cia, que entonces se veía difícil de evitar, como por los avances de la subversión. El Presidente se resistía a aprobar una campaña militar porque, según su expe- riencia, había una relación causal entre la intervención militar contra las guerri- llas de los años 60 y el golpe de las Fuerzas Armadas que lo derrocó en 1968. Se produjo entonces una confusión en la opinión pública que fue parte de ese mo- mento de tragedia nacional. Muchos confundieron con amenazas las terribles advertencias de Cisneros. Se le atribuyó malevolencia en vez de considerar la gravedad de lo que decía. En esos días Belaunde había tomado ya su decisión. El 27 de diciembre lanzó un ultimátum a los terroristas para que entregasen las armas. El 31, alrededor de 2000 miembros del Ejército entraron en acción en la zona de emergencia. Los hechos del año 1982 dejan ver que la estrategia terrorista del PCP-SL sor- prendió completamente al gobierno de Belaunde y reveló las tensiones entre los sectores del Estado peruano. Ni el control militar del orden interno en la zona en emergencia, previsto en la Constitución como la medida adecuada a una pertur- bación grave, ni las capacidades militares existentes aseguraban una acción exitosa contra el PCP-SL, antes bien ponían las condiciones que el PCP-SL buscaba para pasar a una fase más avanzada de su guerra. La decisión de encargar a las Fuerzas Armadas el control del orden interno en la zona de emergencia se hizo sin claridad ni estudio sobre la especial dificultad de esta misión. La misión real de las Fuerzas Armadas era mucho más extraña y