Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 275

262 ron mantener un presupuesto militar equivalente al 26% del presupuesto nacio- nal, recurriendo al concepto de «gastos suplementarios» debidos al conflicto con el Ecuador. En comparación con estos gastos, que simplemente ratifican priori- dades estratégicas del gobierno militar, son ínfimas las sumas destinadas a la campaña contrasubversiva durante el período 1983-1985, incluidos los proyectos de desarrollo local y la «acción cívica». Ni siquiera avanzado el conflicto se reca- pacitó sobre esta desproporción entre gasto y amenaza. El incremento espectacu- lar del gasto militar en 1985 se debió a la adquisición de una escuadra de aviones de combate Mirage, lo cual no tenía nada que ver con el conflicto interno ni tam- poco guardaba relación clara con las necesidades de la defensa exterior. Otra herencia dejada por el Gobierno Militar fue el Sistema de Defensa Nacio- nal (SDN) y sus leyes. El SDN establece una neta segmentación del Estado, que otorga a los militares la iniciativa y competencia en política de defensa, con la sola obligación de sustentarla ante el Presidente. Ello se refleja en la Constitución de 1979, que confiere a las Fuerzas Armadas el mandato constitucional de «ga- rantizar» la seguridad y la defensa nacional. En vez de ser un paso hacia un rol más moderno de las Fuerzas Armadas, la Constitución de 1979 elevó al rango de norma suprema del Estado la función «tutelar» de las Fuerzas Armadas. Según esta doctrina, sólo parte del poder nacional surge del voto democrático y fluye a través de las directivas del gobierno y los ministros responsables. El efecto de su elevación a rango constitucional fue que se bloqueó la posibilidad de una política integral antisubversiva elaborada conjuntamente por los poderes ejecutivo y le- gislativo y los militares, pues los militares siguieron sintiéndose capaces de defi- nir por sí solos la política de defensa y los políticos, tanto en los ministerios como en el Congreso, no asumieron en la práctica esa tarea. Cuando los militares em- pezaron a desarrollar conceptos contrasubversivos más abarcadores, que impli- caban políticas generales del Estado, éstos chocaron con una profunda incom- prensión por parte del gobierno y el parlamento. Los numerosos atentados cometidos por el PCP-SL en 1980 —la mayoría de ellos petardistas, algunos ya cruentos— desencadenaron al final de ese año un debate dentro del recién instaurado gobierno democrático. El Ministro del Inte- rior, José María de la Jara, se pronunció el 23 de diciembre en contra de que se declarasen en estado de emergencia las zonas afectadas. El gobierno militar ha- bía usado en los dos años anteriores reiteradamente la suspensión de garantías constitucionales para enfrentar las huelgas sindicales. De la Jara consideraba que el terrorismo se podía controlar sin suspender las garantías, sino, más bien, utili- zando medios policiales, pues la Guardia Civil y, particularmente, la Policía de Investigaciones venían haciendo significativas capturas. Sin embrago, desde esos primeros momentos, a inicios de 1981, el gobierno calificaba los actos del PCP-SL como terroristas, algunos sectores proponían ya el empleo de las Fuerzas Arma- das y el mismo Presidente de la República declaró que, a su parecer, quienes pretendieran destruir las riquezas del país y perturbar la paz con actos de terro- rismo y sabotaje debían ser considerados traidores a la Patria. La decisión presidencial de declarar en emergencia cinco provincias de Ayacucho luego del ataque al puesto policial de Tambo incluyó la suspensión de garantías, pero no el ingreso de las Fuerzas Armadas. El más claro portavoz de la