Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 16
respondido por sus conductas. Así, la memoria puede ser manipulada y condu-
cirnos a deformaciones de nuestro pasado reciente y a una atrofia de la sensibi-
lidad pública. Son lastres con los que hay que contar —para saber lidiar con
ellos— cuando abordemos seriamente un futuro proyecto democrático.
Examinando los tres círculos concéntricos mencionados, nos topamos con el
mundo de la cultura, que es el núcleo de muchos problemas seculares de nuestra
sociedad. En la esfera de la cultura se entrecruzan las formas como nos imaginamos
a nosotros mismos, nuestras ideas sobre aquello a lo cual podemos aspirar, las
maneras en que nos representamos la humanidad de nuestros compatriotas, y las
figuraciones de nuestra historia. El futuro de nuestra democracia se encuentra cifrado
en la movilidad o la inamovilidad de estas representaciones simbólicas de nuestra
vida. Nuestras instituciones políticas y nuestra coexistencia institucional y jurídica
no podrán ser sustancialmente distintas de aquellas imaginaciones que hoy ocupan
nuestras conciencias. Una imaginación moral limitada dará siempre como resultado
decisiones políticas de corto alcance, abocadas a la preservación de lo existente
antes que a la construcción de lo deseable. Probablemente, no tengamos hoy una
muestra más rotunda de ello que el proceso económico que vivimos desde hace
algunos años. Las promesas del deseable crecimiento económico se traducen, en
ausencia de resortes culturales de contenido ético, en soberbia, triunfalismo, altanería.
Y también en autoritarismo. A pocos años de iniciado un nuevo tránsito a la
democracia, parece no ser motivo de escándalo que el poder lleve adelante su agenda
con una retórica soez y denigrante de la gente más pobre, o que practique una poco
velada persecución de las organizaciones de defensa de los derechos humanos que le
resulten incómodas por sus denuncias. El autoritarismo, hay que recordarlo,
comienza normalmente por una degradación del lenguaje público. En el Perú de hoy,
esa corrupción de las palabras encuentra su mejor aunque involuntario aliado en la
trivialidad, la impudicia y el pobre nivel intelectual de ciertos sectores de la prensa,
esto es, de quienes debiendo informar y orientar se prestan con entusiasmo a servir
de coro a las rudezas y simplezas verbales del poder político.
Corromper las palabras con las que nos comunicamos equivale, en efecto, a
debilitar el espacio público, esa arena de discusión en la cual se halla la bisagra que
conecta a lo social con lo político. ¿Podemos tener democracia si no hay discusión
pública de calidad? Evidentemente, no. Por ello, una de nuestras mayores urgencias
consiste en conquistar cada vez más espacios para la expresión colectiva, para el
debate de ideas razonables y animadas de una aspiración honesta hacia la verdad.
Desde el espacio público generado en la sociedad es factible —es, por lo menos,
teóricamente posible— reconstituir una vida política deliberativa y relevante, una
política que no se resuelva únicamente, como hasta hoy, en un cinismo soberbio y
autosatisfecho. En un espacio como ése, todavía por construir, tendrían mejores
oportunidades de cumplimiento ciertas propuestas como las realizadas por la CVR,
recomendaciones que fueron hechas desde una opción ética radicalmente afincada
en el respeto al otro que es diferente, pobre, discriminado, in-significante. Hay algunos
signos de la ampliación de esa sensibilidad en sectores que tiempo atrás hubieran
negado que algo así fuese necesario. Existe por tanto, y a pesar de todo lo mencionado,
terreno fértil donde trabajar y lograr frutos. Pero ello requiere emprender acciones
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