Hatun Hillakuy 2008-Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe | Page 11

débiles cuando las instituciones están ausentes, la verdad y la memoria colectiva podían ser, ellas mismas, suficiente acicate para mantener y darle un impulso nuevo y una dirección más precisa —pero al mismo tiempo más ambiciosa— a la transición. En efecto, las transiciones son oportunidades siempre inciertas de cambio estructural, hipotecadas en fuerte grado a la agilidad de las respuestas institucionales de la sociedad. Pero sucede que la memoria que se libera durante esas transiciones no es un factor pasivo y enteramente dependiente de las institu- ciones preexistentes; ella misma, por la fuerza simbólica que condensa, puede ser creadora de oportunidades si es que llega a tomar la forma de una cierta energía social. Así, la memoria de la violencia en el Perú podría haber sido la sustancia simbólica del cambio institucional que se debía realizar. Fue bueno hacer el trabajo y hacerlo a cabalidad, aunque hoy podamos cons- tatar que las promesas de la memoria histórica aún se hallan lejos de haberse realizado. Terminó por imponerse —no era imposible preverlo— la realidad po- lítica en su acepción más cínica y desencantada: la gris concepción de la política como el arte de lo posible, la política como administración y conservación de lo existente, y por último, la política como simple voluntad de poder. Su primer síntoma de agotamiento se había expresado ya, en realidad, durante nuestro tra- bajo. El gobierno y las fuerzas políticas con gravitación nacional exhibían poca fe en el papel regenerador de la verdad y la memoria. Esto es sólo una forma delica- da de decirlo; más exacto sería afirmar que las fuerzas que presionaron a favor de la transición y de la reforma se convirtieron en firmes defensoras del statu quo tan pronto tuvieron una cuota de poder que defender o que acrecentar. Los demócra- tas del 2000 decían, ya en el 2003, que el país no estaba preparado para conocer la verdad sobre las violaciones de derechos humanos y exigían la presentación de documentos nacionales de identidad para reconocer la existencia de las víctimas. Ésa y otras conductas abyectas en la esfera política indicaban los escasos recursos internos que la democracia peruana tiene para transformarse, o, de hecho, para devenir en verdadera democracia. Ya en ese entonces era claro —pero nunca hubo lugar a engañarse al respec- to— que la realización del programa de paz con justicia (es decir, el cumplimien- to de los derechos de las víctimas a verdad, justicia y reparaciones; así como la reforma institucional del país en obediencia a las lecciones históricas que brinda- ba la memoria) seguiría un camino cuesta arriba. Desde entonces la situación no ha cambiado en lo sustancial. Sería erróneo omitir que se han decidido algunas medidas a favor de los derechos de las víctimas tales como la ley que regula la ausencia por desaparición forzada durante el período 1980-2000 y la que crea un Plan de Reparaciones; la constitución de un Consejo Multisectorial de Alto Nivel para ocuparse de las recomendaciones de la Comisión y el establecimiento de un Consejo de Reparaciones encargado de determinar un registro único de víctimas. No obstante, el signo vital más perturbador de la democracia peruana de hoy debiera recibir el nombre de restauración. Y ello porque, en verdad, presencia- mos una indisimulada restauración conservadora. Por encima de banderías parti- darias específicas, ha existido a lo largo de la historia peruana, en diversos secto- IV