HARRY POTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL Harry_Potter_y_la_Piedra_Filosofal_01 | Page 57
y todo lo demás.
Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era
oscuro y lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran
jaula con una hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo
de un ala.
Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el profesor Quirrell.
—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los Dursley
te hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único
lugar donde venden varitas, y tendrás la mejor.
Una varita mágica... Eso era lo que Harry realmente había estado
esperando.
La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras
doradas, se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382
a.C.». En el polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura,
se veía una única varita.
Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un
lugar pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se sentó a
esperar. Harry se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una
biblioteca muy estricta. Se tragó una cantidad de preguntas que se le acababan
de ocurrir, y en lugar de eso, miró las miles de estrechas cajas, amontonadas
cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón, sintió una comezón en la
nuca. El polvo y el silencio parecían hacer que le picara por alguna magia
secreta.
—Buenas tardes —dijo una voz amable.
Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se oyó
un crujido y se levantó rápidamente de la silla.
Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban como
lunas en la penumbra del local.
—Hola —dijo Harry con torpeza.
—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto. Harry
Potter. —No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue
ayer el día en que ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis
centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para encanta-
mientos.
El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el hombre
parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho
centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para
transformaciones. Bueno, he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es
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