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Generacion
El acorazado Maine
El acorazado Maine entrando en
el Puerto de la Habana en 1898.
Pasaban unos minutos de las nueve y media cuando el teniente John Hood se
acodó sobre la baranda a babor del Maine con la mirada fija en el puerto de La Habana,
cuyas luces centelleaban aquella noche. Sobre la cubierta del acorazado estadouniden-
se apenas soplaba una ligera brisa y el sonido de la retreta había impuesto el silencio,
sólo perturbado por los cadenciosos paseos de los centinelas.
Habían transcurrido ya tres semanas desde la entrada del Maine en la bahía de
la capital cubana y, desde entonces, las escapadas de sus marineros por tierra firme
podían contarse con los dedos. A pesar de que, oficialmente, su visita a La Habana
formaba parte de una misión de cortesía, la tripulación era consciente de que su presen-
cia en aquellas aguas era vista como una provocación por las autoridades españolas de
la isla.
Hacía tres años que Cuba era escenario de una sublevación contra el dominio
español y Estados Unidos se había erigido, casi desde su inicio, en el principal sostén
internacional de los insurrectos. De repente, una explosión sorda, como de un dispa-
ro, puso en alerta a los tripulantes del acorazado.
Y sólo unos segundos después, otro estallido de una potencia descomunal hizo
sacudirse con violencia el barco. Eran las nueve y cuarenta de la noche del 15 de febre-
ro de 1898 y el Maine se estaba hundiendo.
En medio de una sucesión de detonaciones, que se extendió durante las tres
horas posteriores, y una constante lluvia de materiales procedentes del barco, rodeados
de gritos y lamentos, los supervivientes se afanaban por ayudar a los heridos y abando-
nar la nave, con la colaboración de los barcos más próximos al desastre.